VELÁZQUEZ, FELIPE IV Y UN DEDO DE SANTA LIBRADA

 

 VELÁZQUEZ, FELIPE IV Y UN DEDO DE SANTA LIBRADA

Un recuerdo, del rey y del pintor, al paso por Guadalajara

 

   A estas alturas del tiempo nadie duda que don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez es uno de los pintores más prestigiosos que ha dado la tierra española. El rastro de sus pinceles se puede seguir a través de los museos de medio mundo y cualquiera de sus obras, desde las Meninas a los Borrachos, pasando por la fragua de Vulcano o el aguador de Sevilla son fácilmente identificables.

   En cambio, para quienes no estén algo más introducidos en la vida, y tal vez obra, del sevillano, es poco factible que conozcan que, a pesar de la genialidad de su pintura, fue quizá otro de sus empleos el que le permitió tener diario sustento y un sitio, al menos durante una parte de su vida, al lado del rey. También fue el que, sin duda, más trajines le dio, y el que, cuentan algunos de sus biógrafos, lo condujo al agotamiento vital. Diego de Velázquez fue, por algún tiempo, aposentador real. Dicho de otro modo, el encargado de ir por delante, cuando Su Majestad el Rey marchaba de un lugar a otro del reino, para prepararle el cuarto en el que dormir, o el mesón en el que almorzar.

 

Los caprichos de Felipe IV

   También fue, sin lugar a dudas, el rey don Felipe IV, uno de los más caprichosos que la corona española dio al mundo; uno de los más poderosos; de los que más títulos colgó de su memoria, y de los que llevaron más novelesca existencia. Claro está que cuarenta y cuatro años y ciento setenta días, los de su reinado, dan para mucho. Es considerado el tercer rey en años de reinado, tras de Felipe V y Alfonso XIII.


 

   La historia le puso algunos sobrenombres como “Felipe el Grande”, o “El Rey Planeta”; quizá sea el último el que más se ajusta a su persona, ya que fue no sólo rey de España y media Europa, sino que también llevó sobre su frente las coronas o títulos que lo hicieron representar tierras en cualquier parte del mundo. Fue el rey Sol español, y cuentan que su inteligencia no conocía límites.

   Igualmente fue padre de extensa prole. Con Isabel de Borbón, la hija del entonces rey de Francia, llegó a procrear nada menos que diez vástagos; cinco con la que sería su segunda esposa, su sobrina doña Mariana de Austria; y al menos treinta más con diferentes mujeres de la alta y baja burguesía de la época que le tocó vivir, y a la que la historia ha puesto un significativo nombre: El Siglo de Oro, que lo fue, sin duda.

  

Don Diego, aposentador

   Diego de Velázquez, tal cual ha pasado a la historia nuestro gran pintor, llegó a Madrid, y a la Corte real, en 1623, como tantos más, en busca de un futuro que la pintura le dio. Contaba, cuando aquello, con veintitrés años de edad. En aquel año, 6 de octubre, fue nombrado pintor real. Cargo de importancia, hoy suplido en el entorno real y político por la fotografía. Pocos políticos o altos cargos de renombre eluden acudir a cualquier lugar sin su fotógrafo de cabecera que, tras el acto, distribuya la imagen al mundo.

   La fama de las pinturas velazqueñas no tardó en traspasar las fronteras madrileñas. Retrató al rey a caballo, en traje de faena y de fiesta. Lo mismo hizo con las gentes de su entorno; y con los santos de sus devociones o las escenas de un tiempo en el que España, poco menos, que gobernó el mundo.

   Más, como más arriba señalábamos, no sólo de la pintura vivió el hombre. El rey don Felipe lo hizo destinatario de algunos honores, a más de nombrarlo pintor de cabecera. El rey le dio, al poco de su llegada a Madrid, “casa de aposento”; después “pensión eclesiástica”; más tarde lo nombró ujier de cámara; después fue ayuda de guardarropa: Y también fue veedor, contador y, por último, aposentador real, título y cargo que le llegarían en los primeros años de la década de 1650, cargo este último con buena retribución, y que permitió a nuestro pintor conocer una parte importante de las tierras de España, marchando por delante del rey cuando Su Majestad salía de palacio, preparándole, como decíamos, el cuarto.


 Pelegrina y el castillo de los obispos, el pueblo, el castillo y el entorno, que puede conocer pulsando aquí

   Uno de los viajes reales de los que más documentación tenemos, y que nos detalla el paso del pintor, por delante del rey, a través de una importante parte de la tierra de Guadalajara, fue el que don Felipe IV el Grande llevó a cabo en 1660 cuando acudió hasta las puertas de la frontera de Francia, donde entregó a su hija, doña María Teresa de Austria a los franceses, para que se convirtiese en la reina de aquel país, mujer del rey Sol francés, Luis XIV. El matrimonio servía, como tantos otros, para firmar una paz.

 

El paso por Guadalajara

   De dar cuenta de aquel paso a través de la hoy provincia, se encargaron tiempo después algunos de los cronistas de palacio, entre ellos don Pedro Fernández del Campo y don Leonardo del Castillo, que son los que nos cuentan la magnanimidad de la comitiva.

   Corrían los días de una bienhechora primavera, cuando salieron sus majestades de Madrid. En viaje que había de durar lo suyo, pues se fue entreteniendo con recepciones y espectáculos de todo tipo, incluso de toros.

   El jueves 15 de abril de 1660, a las doce de la mañana, tomaron el rey y la Infanta, con su acompañamiento, el coche principal y, tras el obligado paso por la Basílica de Atocha, salieron al camino de Aragón por la Puerta de Alcalá. Al anochecer llegaron a Alcalá de Henares donde, tras el obligado descanso, celebró la ciudad la visita real con una corrida de toros, en la mañana del 16, saliendo después de comer hacía Guadalajara, donde llegaron a las seis de la tarde, siendo recibidos por una enorme multitud a la entrada de la ciudad, y las fuerzas vivas de ella a las puertas de la que había de ser su residencia, el palacio ducal del Infantado, donde se aposentaron y en donde hubo aquella noche muchas luminarias en todas las calles, y ventanas, y delante de palacio una ingeniosa invención de fuego a que se dio lumbre luego que oscureció, y a otro día, que fue sábado 17 se pusieron en el camino de Yta, poco después de las doce.

 

El final del camino, y el obispo, y el dedo de Santa Librada

   Aquel día estaba previsto llegar a la última frontera de Castilla pues se entendía, a pesar de las discusiones, que en Jadraque concluía la de Castilla la Nueva, comenzando al otro lado de sus cerros la Castilla Vieja de la gran historia.

   Y hasta el último lugar de la entonces provincia de Guadalajara, dentro ya del obispado de Sigüenza, puesto que viajó la comitiva por una parte del de Toledo, al que algunas grandes poblaciones de la provincia pertenecían, salió a saludar al rey el obispo diocesano, don Antonio Sarmiento de Luna, quien ofrecería al rey una de aquellas grandes reliquias santas a las que tan aficionados fueron nuestros monarcas. La entrega había de hacerse en el lugar en el que Su Majestad rendiría jornada: Atienza.

   Antes de llegar a la inmortal villa, a su paso por Sopetrán, el rey entró en el monasterio y rezó ante la imagen milagrosa, llegando a Hita al anochecer, partiendo de allí el domingo 18 de abril a eso de las once de la mañana. A las seis de la tarde llegaron a Jadraque, durmiendo en las casas de don Juan de Licher, Caballero de Santiago.

   El lunes 19 volvieron al camino para llegar a Atienza primera villa de Castilla la Vieja por esta parte, a las seis y media de la tarde. Y en Atienza quiso don Diego de Velázquez que el recibimiento fuese grande, y así lo fue, haciendo el monarca su entrada a través de un arco triunfal coronado por un retrato del rey. A más de las gentes de la villa y entorno, un coro aclamada a don Felipe y a la futura reina de Francia, y ante el rey se postró el obispo, con todas las autoridades, y don Antonio de Luna besó las Reales manos cifrando la expresión de su afecto en el ofrecimiento de la reliquia estimable de un dedo de Santa Librada, metido en una caja de oro engastada de diamantes. Lo acontecido aquí es parte de otra gran historia, o memoria.

Historia de la Villa de Atienza.La historia definitiva. Pulsando aquí
 

   Allí, en Atienza, reposaron aquella noche, dejando la villa el martes día 20 para llegar, a eso de las seis de la tarde, a la hermosa y hermana villa de Berlanga de Duero.

   Fue aquel el último viaje de don Diego de Velázquez. El agotamiento terminó, y los caprichos del rey, cuentan que acabaron con él. El 6 de agosto de aquel año, a la vuelta a Madrid, rendido y enfermo, entregaba su alma y pasaba a la historia, dejándonos el recuerdo de su último paseo por una tierra que mereció, sin duda, figurar en alguno de sus lienzos.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 18 de febrero de 2022

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