MANUEL SERRANO SANZ, MEMORIA DE UN CRONISTA.
Considerado el primer historiador
americanista, nació en la localidad alcarreña de Ruguilla
Don Manuel nunca fue partidario, según él
mismo confesaba, de bambollas y oropéndolas. De que le pasasen la mano por la
espalda y alabasen su trabajo. Y puede que por ello en la mayoría de las
ocasiones su trabajo, su obra, pasó desapercibida. Era el hombre tranquilo. El
erudito. El personaje de la ciencia literaria que dedica sus horas al estudio,
al trabajo silencioso, a entregar a los demás el fruto de la obra sin esperar
nada a cambio. Por ello la en ocasiones ingratitud española dejó de reconocer
como debía su importante labor. Porque él tampoco fue de esas personas que,
buscando notoriedad, a casi todo asienten.
Manuel Serrano Sanz, en los últimos años de su vida |
Salió don Manuel de ese pueblo alcarreño al
que en alguna ocasión hemos viajado, y al que probablemente regresaremos. Salió
de Ruguilla, donde nació un día de Corpus Cristi cuando los días de Corpus
Cristi eran tenidos, por la iglesia y los religiosos, como uno de esos en los
que la magia divina se presenta a través de gentes como don Manuel Serrano
Sanz, quien nacía mientras las campanas de la iglesia llamaban a la procesión
de 1866.
La sanadora de Ruguilla dijo que, por nacer
en tal día, circunstancias y hora, el Manuel, el chiquillo del Felipe y la
María tenía que ser ¡¡¡saludador!!!, o sanador, o santero o curandero y, prueba
de ello, debía de tener, bajo la lengua,
una cruz. Que nadie le encontró.
Eso sí, tuvo vocación de eclesiástico y al
efecto de llevar la inspiración hasta el final, previo paso por los escolapios
de Molina, ingresó joven en el Seminario de Sigüenza, que dejó por los estudios
civiles, en Madrid, de Filosofía y Letras, y de algunas cosas más. Incluso se
permitió la licencia de hacer gorgojeos poéticos.
Colgó los hábitos para opositar al entonces
pujante cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, con destino a la
Biblioteca Nacional; para ser en ella uno de los hombres de su alma, junto a
Menéndez Pelayo, Pérez Villamil, Menéndez Pidal, Ignacio Calvo, Paz y Mélia,
Amador de los Ríos… La flor y nata de la investigación histórica española, y de
la provincia de Guadalajara.
Ruguilla, casa natal de Manuel Serrano Sanz |
En la Biblioteca Nacional ocupó lugar en la
sección de manuscritos, continuando el estudio y accediendo, en 1905, a la
Cátedra de Historia de la Universidad de Zaragoza; capital, la del Ebro, en la
que permanecería hasta la década de su jubilación. La de 1920.
Para entonces, la década de su jubilación,
había dado a la imprenta un centenar de obras literarias, en su mayor parte en
torno a la historia del Nuevo Continente. Obras que descubrían la historia para
los historiadores, y la ponían al alcance de los neófitos en el tema.
Don Manuel llevaba al hombre que nunca había
conocido aquellas tierras a descubrir a los indios Chiriguanes, los de Putumayo
o Caqueta, los Cheroquis o los Chactas; y no sólo eso, sino que también era
capaz de indicar, para quien no lo conociese, cuáles eran sus territorios. Y
mostró y descubrió a los conquistadores que pisaron aquella tierra; dejó
inscritos en el libro de la historia los nombres de los guadalajareños que
fueron a América y, como le sobró tiempo, ordenó los Archivos de la Corona de
Aragón.
También desveló el lugar de nacimiento de Fernando
de Rojas; publicó el “Compendio de
Historia de América”, las “Autobiografías
y Memorias”, o, como unos más, los “Apuntes
para una Bibliografía de Escritoras Españolas”; la “Historia
de las guerras civiles del Perú”; las “Relaciones
históricas y geográficas de la América Central”… y así, hasta los dichos cerca
de un centenar de libros, y cientos y cientos de artículos y estudios.
Con razón le dieron el nombre de “el erudito español”. El erudito español
don Manuel Serrano Sanz, como fue conocido en el Continente Americano, ya que
desde allí, en más de una ocasión, gobernantes de distintas naciones enviaron a
sus embajadores para que les solventase aquellas cuestiones, principalmente de
fronteras que podían terminar, como en ocasiones terminaron, en guerras por un
palmo más de tierra. También, don Manuel Serrano Sanz, trazó fronteras entre
países, como hombre de paz, y evitó guerras.
Ruguilla (Guadalajara), en primer término la huerta de la casa de la familia Serrano Sanz |
Suele suceder que los reconocimientos,
cuando llegan, en ocasiones lo hacen tarde. Le sucedió a don Manuel, quien cuando
en España y el mundo de la investigación era conocido como “el Menéndez Pelayo pequeño”, en
Guadalajara, su provincia natal, apenas sonaba, salvo por ser el hermano del
médico de Cifuentes; cuñado de uno de los genios de la política y la diplomacia
provincial a nivel nacional, José Antonio Ubierna, o por lo que fue,
Catedrático en Zaragoza. Hasta que, fallecido Antonio Pareja Serrada en 1925
alguien pensó que podía ser el próximo “Cronista
Provincial”. Y se le hizo saber, y aceptó
el cargo.
Ideó, como tercer Cronista Provincial, la
edición y estudió de unos cuantos tomos que desentrañasen la historia de
Guadalajara, pero hete aquí que por un quítame
allá esas pajas, dimitió de su cargo al
poco tiempo. A los señores representantes de la política provincial, tan
alejados en tantas ocasiones del corazón de sus paisanos, se les ocurrió que
como don Manuel no necesitaba los emolumentos del cargo los podían ellos
emplear, en acción caritativa, a su capricho. Y don Manuel, que andaba tan
escaso de tiempo como de fondos, lógicamente se disgustó y dijo lo de hasta aquí hemos llegado.
Tampoco el reino, de España, le fue
agradecido con su obra. Ni las Reales Academias, de la Historia, Bellas Artes o
Lengua, con las que colaboró. No era hombre, dicho está, de baboseo y besamano,
como otros lo fueron, son y serán, en su camino hacia la gloria. Y así le fue. Tan
sólo, cuando los años se le echaban encima, la Real Academia de la Historia lo
nombró para ocupar el sillón número 9, vacante al fallecimiento de don Pedro de
Novo y Colson.
Nuestro hombre, que recibió la comunicación
en los primeros días del año de gracia de 1932 se dispuso a elaborar su
discurso de ingreso, que comenzaba con un: En
el atardecer de la vida, casi cuando ya el sol de Poniente lanza sus últimos
rayos llenos de melancolía…
Vivía entonces en Madrid, en la Costanilla de los Ángeles y,
como tardase más de lo debido en salir de su despacho, una de aquellas noches
de comienzos de noviembre, entraron a decirle aquello tantas veces repetido de:
Manuel, que es la hora de la cena.
Pero don Manuel ya era ausencia, había
sufrido un derrame cerebral que terminaría con su vida pocas horas después de
rayar el 6 de noviembre de 1932.
Sigüenza. Casa de la familia Ubierna, en la que vivió Manuel Serrano Sanz |
Lo heredaba, en todo, su sobrino predilecto,
Francisco Layna Serrano, y su muerte pasó desapercibida. Porque era domingo, y el
lunes de su entierro no se publicaron periódicos que contasen que don Manuel, a
los sesenta y cuatro años de edad, había fallecido.
Después de su entierro España y el mundo
supieron que habían perdido al gran americanista. Al hombre que descubrió, para
la literatura y la historia, América, el Nuevo Continente.
Manuel Serrano Sanz nació en Ruguilla
(Guadalajara), el 1 de junio de 1866; hijo de Felipe Serrano y de María Sanz.
Contrajo matrimonio con Mercedes Ubierna y Eusa; matrimonio del que nacieron
tres hijos. Fue asiduo de los veranos de Ruguilla, de Cifuentes y de Sigüenza,
y su nombre está inscrito, con letras de molde, en la historia de la provincia
de Guadalajara.
Ciento cincuenta y dos años se han cumplido
de su nacimiento. Ochenta y seis se cumplen de su muerte. Y ahí continúa su
obra, como página abierta de la memoria
de la historia, y de unos hombres que, como los de su autor, no debemos
olvidar.
Tomás
Gismera Velasco
Guadalajara
en la memoria
Periódico
Nueva Alcarria
Guadalajara,
9 de noviembre de 2018
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