EL GUITÓN HONOFRE, LA NOVELA PICARESCA DE PALAZUELOS

 

EL GUITÓN HONOFRE, LA NOVELA PICARESCA DE PALAZUELOS

Se cumplen cincuenta años de su edición en España

 

   Se asoma Palazuelos a la antigua carretera salinera que desde Sigüenza y salinares aledaños condujo a tierras de Burgos a través de una gran parte de la milenaria Castilla; y se asoma Palazuelos a las centenarias torres de la catedral de Sigüenza, que se presienten próximas y que quizá, desde las alturas de su castillo o sus murallas, algún día se pudieron observar, y si no ello, al menos pudo alcanzarse a escuchar el sonido del bronce de sus campanas.

   Es tierra, la de Palazuelos y su entorno, de sal y de historia. Tierra de vida en un entorno que se abriga de silencios, como la población se arropa por la centenaria bufanda de piedra que simulan sus dentadas murallas; con las puertas abiertas al campo, al monte o a San Roque.

   Recuerdan esas murallas, puertas, castillo o entorno, la vieja y noble vida de tiempos medievales en los que, desde los almenares de su castillo, se asomaron a contemplar la vida los graves Mendoza; y, tal vez, poniendo un poco de atención, en medio del silencio, de la umbría que hacía el lavadero proyectan los muros y rondan la villa, pudiera escucharse el temblor de un viejo rabel acompañando el romancear de una historia de amores.


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El autor del Guitón, Gregorio González

   Es ya, al día de hoy, conocido que don Gregorio González, autor de la obra a la que hacemos referencia, El Guitón Honofre, fue nacido en tierras riojanas, en la localidad de Rincón de Soto, en 1575, hijo de Martín González y María de Mendizábal; sabemos que estudió gramática latina y con las primeras nociones y exámenes de ella se presentó en Sigüenza para continuar en su Universidad estudios superiores, quizá, haciéndose clérigo. Ello sucedía ya cuando el siglo XVI comenzaba a despedirse, pues finalizaba la década de 1580 y comenzaba la siguiente.

   Sigüenza se encontraba en este tiempo en el apogeo de su gloria; paseada por decenas de clérigos, estudiantes y latinistas. Rivalizando en todo con las gradas académicas de Alcalá y Salamanca, ciudad está última en la que nos dicen los escritos que buscan sus raíces que, tras dejar Sigüenza, acudió nuestro autor a completar sus nociones académicas; allí se graduó bachiller en 1594, antes de tornar hacía tierras del sur, siendo fama que se licenció en Alcalá en torno a 1597.

   A partir de aquí su vida será un vaivén, ya que pasará por ser administrador de los señoríos de los Ramírez de Arellano, Señores de Alcanadre y términos vecinos, en su Rioja natal.

   Cuando la obra que legó a la historia fue editada, por ahora se cumplen los primeros cincuenta años, nuestro paisano y estudioso Sinforiano García Sanz, el primero en anunciarlo a la provincia, como librero de postín que entonces era, escribió: No sabemos quién fue este Gregorio González ni qué contacto tendría con Palazuelos para elegir este pueblo como cuna de Honofre Caballero, que así se llamaba el Guitón y cuenta en el principio de la obra que nació “en un lugar junto a Sigüenza que se llama Palazuelos y por mal nombre Engañapobres”, y continúa más adelante: “Causa que le llaman Engañapobres es porque el lugar es de brava ostentación, de cercas muy buenas y levantadas, adornadas con muy buenos torreones y un famoso castillo que las hermosea, de suerte que quien no le conoce, viéndole de lejos con aquella presencia poderosa, piensa que hay dentro los tesoros de Venecia y así a él acuden pobres como moscas”.

 

Una novela picaresca

   La del Guitón la encuadran los entendidos en el mundo de la novela picaresca, siguiendo los pasos del Lazarillo de Tormes, y en la que se encuentran igualmente referencias a las tramas del Guzmán de Alfarache, de mateo Alemán; reflejando en sus páginas la España del tiempo que tocó vivir a su autor en época estudiantil, los años últimos del siglo XVI; fechándose la obra en 1604. Siguiéndose sin duda, a través de ella, los pasos de su autor: “Sustanciosa y llena de la mejor ley pícara se desarrolla la vida de Honofre en Sigüenza hasta que huye con más miedo que vergüenza. Tomó camino con altos sobresaltos y por Baides y Bujalaro llegó a Hita, donde en un mesón conoce a un estudiante al parecer principal, que iba a Salamanca y con él se acomoda y come como grande sin que le cueste un alfiler, y no explica por dónde, con su nuevo amo, llega a Salamanca”.

   Antes de recorrer Castilla, pues de Salamanca pasará a Valladolid, y de aquí a Medina de Rioseco, junto a algunas otras poblaciones de sonoro nombre en nuestra historia, antes de concluir en su tierra natal de Logroño.

 

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Desdichas y aventuras de un manuscrito perdido

   No se conoce la forma en que se salvó de la quema o desaparición de los siglos, ni cómo llegó a la Biblioteca de Lima, cuyo sello lleva el original del manuscrito, siendo fama que fue remitido al Virreynato del Perú en 1706 por un personaje de la corte de Felipe V; e igualmente se desconoce la manera en la que regresó a España, que pudo ser como botín de guerra en uno de los muchos asaltos de piratas, para terminar en una librería de viejos papelotes de París, en 1927, donde fue hallado por un estudioso literato francés, Paul Langeard, de nombre, que lo devolvió al lugar que le privaron las costuras del tiempo.

   No obstante ello, la novela era conocida en España en el Siglo de Oro, citándose en los catálogos de los bibliógrafos Tamayo de Vargas y Nicolás Antonio. A pesar de que su rastro se perdió.

   La obra, finalmente, vería la luz pública en España hace justamente cincuenta años; por vez primera, en 1973, en Valencia.

 

El Guitón, en Sigüenza y Palazuelos

   Por estos días de 1974, poco tiempo después de la edición, Sinforiano García Sanz, desde su librería abierta en la calle de Fuencarral, de Madrid, daba cuenta a la provincia de la edición de la obra: “La extensa gama de la novela picaresca española (Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, La Pícara Justina, Marcos de Obregón, El Donado Hablador, El Buscón, El Diablo Cojuelo, La Garduña de Sevilla, Estebanillo González, etc., y las dos de nuestro escritor alcarreño, Castillo Solórzano, El Bachiller Trapera y La Niña de los Embustes), hoy se enriquece con el libro a que vamos a referirnos, cuyo manuscrito se conservaba en la Biblioteca Pública de Lima, que luego, no sabemos por qué, apareció en Francia, y posteriormente en USA, donde se ha editado, aunque impreso en Valencia el pasado año de 1973. Se trata de “El Guitón Honofre”, escrito en 1604 por Gregorio González, natural de Rincón de Soto, jurisdicción de Calahorra, en La Rioja. Bueno, este señor escribe el Guitón y le da por cuna Palazuelos…”

   A estas tierras dedica el autor de la obra los primeros capítulos de la novela, a más de situar en Palazuelos la nacencia: habrán de saber Vms. que yo nací en un lugar junto a la ciudad de Sigüenza que se llama Palazuelos…

   Y nos retratará la Sigüenza de aquel tiempo, luego que abandonase la tierra natal: Como llegué a Sigüenza, que fue muy en breve por ser poca la distancia de lugar a lugar, luego pregunté por mi amo y, como no le hallase en casa, fuime a ver la ciudad; y, andando por ella atónito, como quien no había visto otra, llegué a la Travesaña, que es el nombre de la calle más principal y adonde está la contratación de los mercaderes…

   Sin duda, una razón más para conocer esta tierra milenaria, plena de sorpresas en historia, monumentos e, igualmente, literatura universal.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 24 de marzo de 2023

 Y MÁS DE PALAZUELOS (pulsando en los títulos):

 LAS SEÑORAS DE PALAZUELOS

 JUSTO JUBERÍAS, EL CURA DE LAS PIEDRAS DE PALAZUELOS

 POR DECIR VIVA SAN ROQUE

 ALFONSO X EL SABIO, POR ESTAS TIERRAS

 URBANO ASPA, EL MÚSICO DE SIGÜENZA

 DON ROMÁN, EL PRIMER ARQUEÓLOGO

 LA CRUZ DE CRISTO EN LA PROVINCIA DE GUADALAJARA

 

 

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EL CASTILLO DE GUIJOSA

 

 EL CASTILLO DE GUIJOSA

Con Saturnino Calzadilla y Félix Alvira, al fondo

 

      Es Guijosa uno de los numerosos pueblos que, en tiempo pasado, pertenecieron al extenso ducado de Medinaceli, que por esta parte de la provincia de Guadalajara se extendió desde la emblemática villa soriana hasta las cercanías de Molina de Aragón, por un lado; ocupando parte del antiguo partido judicial de Sigüenza por el otro, e incluso adentrándose en el de Cifuentes.

   Sin duda fueron sus, primero señores, después condes y duques al fin, los únicos capaces de plantar cara, en cuanto a nobleza, títulos y señoríos, por debajo del siglo XVI, a los guadalajareños Mendoza, duques del Infantado, cuyos señoríos y propiedades limitaron con los de aquellos, de tamaña manera que, como ya contamos en otra ocasión, pueblos hubo en los que, como en el caso de Algora, la frontera de ambos ducados los dividió en dos.

 

  UNA HISTORIA DE GUIJOSA (Pulsando aquí)

 El Libro de Guijosa (Pulsando aquí)

 

   No fue el caso de Guijosa, tal y como hoy conocemos la población, sin duda surgida en torno a su iglesia primero y su castillo después. Guijosa, con sus hermosas torres que nos remiten a los gloriosos tiempos medievales, perteneció a la Casa de Medinaceli, después de que la reconquista de estas tierras se consolidase; que don Bernardo de Agén pusiese la primera piedra de la catedral de Sigüenza y que los reyes castellanos extendiesen sus dominios más allá de la fecunda línea que riegan las aguas del Tajo.

 

El castillo de Guijosa

   Como bien nos dejó escrito quien fuese cronista provincial, Francisco Layna Serrano, el castillo de Guijosa que hoy conocemos no puede ser más elegante dentro de su sencillez; a pesar de que cuando el Sr. Layna lo conoció, la fortaleza, o castillo, se encontraba en avanzado estado de ruina; a pesar de ello mostraba airosos muros, torres almenadas, garitones o cubos esquineros suficientes como para dar idea de lo que pudo ser en sus mejores tiempos.

   También nos apuntó el insigne historiador que, más que un castillo, bien pudo ser una casa fuerte, residencia poco menos que palaciega para sus moradores: “representativa de la antigua torre, alzada para defender una villa o granja campera, sirviendo de paso como incómoda vivienda a los señores”. Incómoda por su reducido espacio interior.

   Torres que irían dando lugar al castillo propiamente dicho. Castillo que debió de comenzar a alzarse en torno a los últimos años del siglo XIV o los inicios del XV, apuntándonos que sus dueños nunca lo llaman castillo en sus antiguos documentos, sino casa fuerte o, simplemente, casa.

   No está muy claro quien lo mandó levantar, a pesar de que todo conduce a don Íñigo López de Orozco, quien plantó sus reales por estas tierras, desde la serrana Galve de Sorbe, hasta la campiñera Hita, y aquí, en Guijosa, entre los muros del castillo, dejó sus huellas en forma de blasones, como anteriormente lo pudo hacer en el castillo de Galve, antes de que este lo reconstruyen los Estúñiga.

   El triste sino de don Íñigo López de Orozco hubo de ser cantado por los juglares de su tiempo, como buen y esforzado caballero que fue, hasta que, caprichos reales, optó por el bando equivocado, cayó en desgracia y fue ejecutado por la misma mano del rey por el que combatió, Don Pedro, a quien justa o injustamente apodaron El Cruel.

   Tras ser desposeído don Íñigo López de Orozco de la tierra, esta cayó en manos de la Casa de Medinaceli, a la que pertenecía ya en 1368, a partir de cuya fecha se concluirían las obras de las torres, caso de no estarlo.

 

Don Félix Alvira Pascual

   En la pequeña y sencilla iglesia de Guijosa, un día inconcreto del año de gracia de 1841, recibió las aguas bautismales quien con el tiempo sería uno de los más importantes banqueros y hombres de negocio de Guadalajara, don Félix Alvira Pascual. Su densa biografía nos dirá que, en su pueblo natal, y junto a su familia, dedicada a la agricultura, desarrolló la primera parte de su vida, hasta trasladarse a la capital de la provincia en la década de 1860, apenas cumplida su mayoría de edad, pasando a trabajar como escribiente a la casa de la familia Gaona, dedicada a los negocios de la banca y gestión de capitales ya que, en este tiempo, salvo la sucursal del Banco de España, no se conocían otras entidades de este tipo. La Banca Gaona gestionaba los capitales de los industriales, los grandes propietarios y, como no podía ser de otra manera, de los políticos de renombre, puesto que, en aquellos tiempos, para ser político de fama, era necesario contar con el respaldo de una buena hucha.

   Desde aquel primer oficio, don Félix pasó a ocupar puestos de mayor responsabilidad, siempre en el mundo de la banca, con familias acreditadas de Guadalajara en ese campo, hasta establecerse por su cuenta, primero como encargado de la representación de la Compañía Arrendataria de Tabacos en la capital, en la década de 1870, posteriormente, ampliando su representación.

   E introduciéndose en el mundo de la política provincial, junto a nombres como los López Cortijo de Tendilla, o los capitalinos Ceferino Muñoz y Lorenzo Vicenti.

   Primero se introdujo en la política local, siendo elegido teniente de Alcalde del Ayuntamiento de Guadalajara. Más tarde, y como representante de la Unión Resinera, se introdujo en la política del partido de Molina, al que representó durante largos años en la Diputación Provincial, dejando la representación nacional del partido para su buen amigo, el también industrial de la resinera don Calixto Rodríguez.

   Cuentan que, de la nada, llegó a ser uno de los hombres con mayor poder económico en la capital de la provincia, dejando una importante herencia a quien había de sustituirle, en el mundo de la política y los negocios, su hijo don Clemente Alvira Martín, nacido igualmente en Guijosa, y quien sí que daría el paso a la política nacional, ya que, durante largos años, como el padre en Guadalajara, representaría al partido de Molina en la diputación y, después, a la provincia de Orense en el Senado.

   También cambió de nombre el negocio familiar, la Banca Alvira, establecida en una de las mejores esquinas de la calle Mayor, pasó a denominarse, al fallecimiento de don Félix, el 12 de marzo de 1917, “Hijo de Alvira”. 


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 El Libro de Guijosa (Pulsando aquí)


Saturnino Calzadilla Martín

   A la misma familia de don Félix perteneció don Saturnino Calzadilla, tal vez, uno de los hombres de mayor ciencia y más desconocidos en la provincia de Guadalajara. Su nacimiento en Guijosa ha pasado desapercibido para ser admirado en Valladolid, ciudad a la que marchó siguiendo a uno de sus tíos, párroco de oficio.

   Con anterioridad anduvo por tierras de Granada, donde en la década de 1870 se soltó en el mundo de las letras, desgranando poemas y entrelazando historias para la prensa granadina hasta que, concluidos sus estudios, marchó a Valladolid.

   En Valladolid se hizo hombre a todos los niveles, pasando a ser uno de los representantes de la ciudad y provincia en alguna de las Reales Academias, después de doctorarse en Teología, Filosofía y Derecho Civil y Canónico, ingresando en el Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, antes de recibir el encargo de catalogar y poner en marcha el Museo Arqueológico de la ciudad, del que fue su primer Director. También fue uno de los encargados de glosar las glorias del gran José Zorrilla y elevar al Ayuntamiento el informe que consagraría al gran poeta como uno de los vallisoletanos más ilustres de los últimos siglos.

   Don Saturnino se quedó en Valladolid para siempre, tras su fallecimiento el 7 de septiembre de 1901, muy joven todavía, puesto que nació en Guijosa apenas cuarenta años atrás.

   Sin duda, nombres, los de don Félix Alvira y don Saturnino Calzadilla, a recordar junto a los muros de un castillo elegante, en una tierra prometedora: Guijosa.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 10 de marzo de 2023

 


 GUADALAJARA, FERIAS Y MERCADOS. HISTORIA DE LAS FERIAS Y MERCADOS DE GUADALAJARA (Pulsando aquí)

CERCADILLO, EL GORMELLÓN Y SAL SI PUEDES

  CERCADILLO, EL GORMELLÓN Y SAL SI PUEDES

La localidad, en las cercanías de Sigüenza, contó con una importante industria salinera

 

    Figuraron, las salinas del Gormellón, hasta que a su Católica Majestad don Felipe II se le ocurrió llevar a cabo uno de los primeros estancos salineros conocidos, entre las más productivas de la comarca del Valle del Salado, situadas en la localidad de Cercadillo, en los límites de esta con la localidad de Santamera, por donde pasó el camino que desde Castilla condujo a las otras importantes factorías de la comarca, La Olmeda e Imón.

   Entonces, cuando a don Felipe II se le ocurrió sacar provecho de las salinas, que de la sal ya lo venía obteniendo, el Valle del Salado era un inmenso polígono industrial en el que, de sus doscientas explotaciones, diez arriba o abajo, se obtenía rendimiento. El pueblo de Cercadillo, como otros de la comarca, vivía en parte del trabajo de las salinas, sirviendo en el tiempo de la recolección a los amos y señores de aquellas, cercanos parientes de los grandes Mendoza.

 

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Cercadillo, pueblo y gentes

   En la actualidad Cercadillo es uno de esos pueblos inmersos en el silencio de la serranía de Guadalajara, hermoso siempre, tanto como sus tierras vistas desde las alturas del cerro de su iglesia, una de aquellas que se levantó sobre la original románica cuando el siglo XVI cambió la fisonomía de muchas de ellas; les alzó torres campaneras que sustituyeron a las espadañas y dotó a su interior de hermosos retablos. El primitivo de la parroquial de Cercadillo cuentan se debió a uno de los grandes artífices en este arte dentro del obispado de Sigüenza, don Martín de Vandoma. El retablo que se ajustó con Vandoma, quien trabajó con amplitud para la catedral seguntina, se apalabró y documentó el 14 de mayo de 1560, y en el ajuste intervinieron, entre otros nombres de sonora historia, el platero don Martín de Covarrubias, quien tanto arte distribuyó, a través de cruces parroquiales, por el obispado y la comarca. Prueba, sin duda, de que la parroquial de Cercadillo era en este tiempo, como el mismo pueblo, pujante en cuanto a posibles. El retablo, que debía de haberse concluido en 1562, se retrasó unos años más, puesto que se oficializó su entrega en 1567.

   La iglesia contó, como la mayoría de ellas, de dos importantes cofradías, la Vera Cruz y la de Ánimas del Purgatorio, encargada de acompañar hasta el último reposo a aquellos que partían del reino de los vivos para encontrarse con sus ancestros en el más allá.

   Tiene, la iglesia de Cercadillo, una privilegiada situación, dominando sobre el valle, y luce, quizá desde los últimos años del siglo XIX, uno de los estarcidos, o esgrafiados comarcales, más significativo. En la actualidad, a muchos de estos templos, e incluso casas particulares, se los trata de desnudar las fachadas en busca de la piedra, sin tener en cuenta que estas fachadas se hicieron para cubrirse de argamasa, y su enlucido se embelleció con hermosas muestras como la que Cercadillo luce. Y es que, el estarcido, o el esgrafiado, también son hermosos ejemplos de arte.

 

Sal si puedes, una calle y una historia

    Cercadillo perteneció, desde el lejano siglo XIV, a los importantes condes y luego duques de Medinaceli; desde que, en aquello de las Guerras de los Infantes de Aragón, los de este reino tomasen como rehén a don Gastón de la Cerda, quien sería cuarto conde de Medinaceli, y yerno de don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana.

   A don Gastón se lo llevaron los aragoneses; lo retuvieron durante algún tiempo; lo liberaron después y, cuando se vio libre, reunió a sus gentes y cargó, a mandoble de espada, contra sus captores, quebrantando sin duda más de cuatro costillas. El rey de Castilla, don Juan II, por resarcir sus penas, puso en sus manos unas cuantas poblaciones, haciéndolo Señor de ellas, hasta entonces pertenecieron a Tierra de Atienza, entre ellas, Cercadillo. Si bien es cierto que tampoco estuvo Cercadillo mucho tiempo bajo las alas del condado-ducado de Medinaceli, pues a poco vendió una porción de ellas a quienes habían de ser condes de Coruña, la de la provincia de Soria, y vizcondes de Torija, en cabeza entonces de don Lorenzo Suárez de Figueroa, cuñado a la sazón de don Gastón, puesto que don Lorenzo fue hijo del Marqués de Santillana.

   Bajo el directo mando de los condes de Coruña y Vizcondes de Torija, quienes pusieron como cabecera de esta parte de sus tierras a la hidalga Villa de Paredes de Sigüenza, permaneció Cercadillo viendo el discurrir de los siglos; revolviéndose, como lo hicieron la mayoría de los pueblos a Paredes sometidos, contra la justicia de esta Villa. Cercadillo no logró su sueño de independencia, alzándose con el título de Villa, al que aspiraron un buen número de los antiguos lugares; el Rey, don Fernando VII, bajo su reinado se encontraban, concedió el villazgo a Alcolea de las Peñas y Romanillos, el resto continuarían bajo la graciosa justicia de Paredes. A pesar de que, en los pleitos, gastó Cercadillo más reales de los que se podía imaginar.

   Es seguro que ya en este siglo XIX estaba conformado el callejero, con sus calles del Humilladero, de las Fuentes, Real, del Cubillo, de la Iglesia, y Sal Si Puedes, que es calle de sonoro nombre y retorcido genio.

   Algunas otras calles llevan este nombre en otros lugares, nombre que indica lo que son, encogidas callejas por las que algunos entran y no encuentran salida. Y si la encuentran, darán pie al acertijo que parece indicarnos el letrero.

 

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Las Salinas del Gormellón

   La referencia más lejana en torno a las salinas del Gomellón, o del Goriñela, el arroyo que las circunda, se remonta al siglo XIV, por entonces pertenecientes a una rama de los Mendoza, de la que pasaron, en el siglo siguiente, a don Juan Hurtado de Mendoza, conde de Fresno de Torote; del III conde, entrados en el siglo XVI, pasaron a doña María de Mendoza y Luna, quien contrajo nupcias con un madrileño de sonoro apellido, Gaspar Ramírez de Vargas quien, en posesión de las salinas, las puso en arrendamiento.

   Productivas eran, puesto que sus arrendadores, Diego de Lallo, Pedro de Carranza y Juan Ortiz de la Cámara, pagaban crecidas sumas por su laboreo. Hasta que llegó aquel dichoso año de gracia de 1564, cuando el 10 de agosto, don Felipe II incorporó estas, y algunas otras salinas más, a la Corona, luego que los Reyes Católicos abriesen la mano y permitiesen que algunas explotaciones continuasen en manos particulares, tras la declaración de Alfonso X de que esta riqueza la puso Dios en la tierra para usar de ella reyes y emperadores. A Ramírez de Vargas, a cambio de quedarse sin sus salinas, concedió el Rey los señoríos de Castillejo, Acedrón, Villarubio y Saelices, en la provincia de Cuenca, lo que se haría efectivo en 1571.

   Y con las salinas en su poder, mandó el Rey cerrar la fábrica y encenagar los pozos, para que no fuesen utilizados, como con tantas más, a beneficio de las de Imón y La Olmeda; a menos sal, mayor precio.

   Cuatrocientos años después volvieron a ponerse en funcionamiento, a partir de 1869, cuando se decretó el definitivo desestanco de la sal y volvieron a reabrir los pozos encenagados en el valle. Entonces las adquirió una familia entroncada con la explotación de la plata de Hiendelaencina, don Silverio Ibave Cortázar, hermano de don Benito, el todopoderoso amo de la fábrica de plata La Constante. En poder de la familia se encontraron hasta que la sal de esta tierra dejó de ser productiva y, poco a poco, las salinas fueron quedando abandonadas y los pueblos en silencio.

   Hermosas historias y grandes episodios los que se esconden tras el sentir de nuestros pueblos.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 24 de febrero de 2023

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 FÉLIX BADILLO Y RODRIGO, EL PRÍNCIPE DEL RETRATO, Y DE SIGÜENZA

  FÉLIX BADILLO Y RODRIGO, EL PRÍNCIPE DEL RETRATO, Y DE SIGÜENZA

Llegó a ser, sin lugar a dudas, el mayor retratista de la España del siglo XIX

 

  

   Sigüenza se pasea por las calles de la capital de España al sol tibio del invernal enero; mirando sin ver, a través de algunos de los genios del arte que ilustraron el Madrid del siglo XIX y que, desde sus obras, parecen indicarnos que están ahí, queriendo que los recordemos, o que les hagamos, siquiera, una mención.

   La mirada de los retratados por el genio del pincel y el lápiz de don Félix Badillo y Rodrigo se asoma, desde cualquier parte, y por cualquier rincón.

 

 


 

Guadalajara 1876

   En el otoño de 1876, desde los últimos días de septiembre hasta los de noviembre, estuvo presente en Guadalajara una de las muestras más importantes que haya conocido la provincia a todos los niveles; desde la industria a la ciencia, la literatura o cualquiera de las artes, se dieron cita en la capital de la provincia, donde se celebró la magna “Exposición Provincial”, que atrajo la mirada no solo de los naturales de aquí, sino que también miraron hacia acá desde cualquier parte de España.

   Pintores, escultores y literatos, al margen de industrias y otras actividades, llegaron para exponer sus obras en las salas abiertas del Palacio del Infantado y aledaños. Debió de ser una gran muestra expositiva, ya que la prensa nacional, por completo, se ocupó de ella, e incluso a clausurar aquellas jornadas, acudió el propio rey de España, don Alfonso XII, acompañado de su hermana, la princesa de Asturias doña Isabel de Borbón “La Chata”, a la sazón, Princesa de Asturias.

   A ambos retrató la pluma inmortal del genial seguntino, don Félix Badillo y Rodrigo quien, para la ocasión se presentaba a Guadalajara y a los guadalajareños, a pesar de que ya era hombre conocido en el resto de España.

   Don Félix Badillo, quien acudió a la exposición como tantos otros genios de la cultura provincial, presentaba en la muestra un retrato, al pincel y a la pluma, de don Antonio Alcalá Galiano, a la sazón Gobernador civil de la provincia, a tamaño real que, por sus características, llamó la atención de cuantos tuvieron la dicha de contemplarlo. Fue merecedor de una medalla de plata. La prensa, y los entendidos en el arte del dibujo, lo calificaron de genial, ante todo, porque tiene las dos condiciones del retrato, el parecido y una excelente actitud.

 

La mano de Félix Badillo

   El nacimiento de don Félix Badillo tuvo lugar en Sigüenza, en 1848. No está muy clara la vinculación de la familia con la ciudad inmortal, puesto que los progenitores procedían de Torrecuadrada de Molina, donde nació y murió el padre de nuestro hombre, don Juan Badillo y Forrontero; de acendradas creencias y espíritu tradicionalista, como se dijo después; carlista entonces, como lo fue su hijo.

   Sí es cierto que en Sigüenza tuvieron los Badillo un clérigo conocido con oficios en la catedral, y que un hermano de don Félix, don Segundo Badillo, tras su paso por el seminario seguntino terminó sus días como canónigo penitencial de la catedral de Segovia.

   Lo cierto es que en Sigüenza no tardó en destacar, en el mundo del dibujo la agilidad de Félix Badillo pasando, de Sigüenza, a Guadalajara, donde continuó dando pruebas de su arte. En el Instituto provincial, su director a la sazón, don Víctor Sáez de Robles, Catedrático de Retórica, al no poder cerrar el curso de 1866 dando un premio extraordinario a nuestro genio, puesto que no lo contemplaban las normas, lo hizo figurar en la Memoria anual del Instituto, para perpetua memoria y honra de dicho alumno, y para estímulo de sus compañeros, ya que no pueda concedérsela otra distinción…

   Para cuando llegó a Guadalajara, en aquel otoño de 1876, Félix Badillo era un personaje conocido para el mundo de la cultura, pues era uno de los primeros retratistas de la revista de moda, La Ilustración Española y Americana.

 

 

Pintores en Guadalajara (Más sobre el libro, pulsando aquí)

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Un retrato real

   Muy poco tiempo hacía que don Alfonso XII estaba convertido en rey de las Españas, y de los españoles, y todavía la sala principal de la Diputación Provincial de Guadalajara no contaba con la imagen de Su Majestad presidiendo sus actos.

   Félix Badillo ya había dejado los rasgos de toda la familia real a través de sus retratos en la revista para la que entonces trabajaba, y desde la Diputación, aprovechando su presencia en la capital, se le llamó para hacerle el importante encargo de pintar al rey, de cuerpo entero.

   El 30 de noviembre de aquel año, tras las discusiones previas, la Diputación provincial, de manera oficial, le hizo el encargo del retrato, se había aprobado en la sesión del día 7, y tras la aceptación salió de Guadalajara don Félix con 625 pesetas en el bolsillo, un adelanto para llevar a cabo la obra.

   Entre tanto, llevó a cabo la ejecución de decenas, sino cientos, de retratos, para la Ilustración Española y para otros medios de prensa que, a falta de fotografías, se ilustraban con la pluma y el bolígrafo de genios como el seguntino Badillo, a quien acudían de cualquier parte del reino para ser retratados por su mano.

   Uno de los retratos que más llamaron la atención, a la moda del tiempo, fue el que llevó a cabo de la difunta, sobre el lecho mortuorio, reina Mercedes, que ilustró los escaparates del Madrid en duelo por su reina muerta. También llevó a cabo otro, el de don Adelardo López de Ayala, fundador y director de La Ilustración, que le fue regalado al propio rey de España quien recibió en audiencia privada a Badillo el 30 de enero de 1880.

   No hubo semana, desde 1870 hasta el final de sus días en la que, en La Ilustración, no apareciese alguna obra firmada por Badillo. También lo hicieron en El Diario Médico, La Provincia y, sobre todo, La España Ilustrada, revista de la que fue cofundador y en la que recibió el encargo de llevar la sección artística. Siguiendo los pasos paternos, Félix Badillo fue un tradicionalista, o carlista convencido. La España Ilustrada se dedicaba a promocionar y ensalzar la figura de don Carlos de Borbón, pretendiente carlista al trono bajo los títulos de Carlos VII, y Duque de Madrid, de la Alcarria y de Anjou, a quien retrató, junto a su familia.

   El retrato de Alfonso XII para la Diputación llegaría a la ciudad en el mes de diciembre de 1877, siendo oficialmente recibido el día 18, acordando la primera institución provincial pagar a don Félix el final de la obra, tasada en 2.500 pesetas, más los gastos de porte y marco. Gastos que salieron de los fondos extraordinarios.

 

El fin, y el silencio

   Compaginó, Félix Badillo, su trabajo para los medios de prensa con sus enseñanzas de dibujo. Personalmente se encargó de dar clases, tras proponerse, y hacerlo sin salario, como profesor de dibujo en la Inclusa y el Hospicio de Madrid, dependientes de la Diputación madrileña.

   Le pusieron salario mediada la década de 1880, y allí siguió, día tras día y año tras año. Hasta que, en el mes de agosto de 1895 le salió nuevo encargo, el de ser profesor de dibujo en el Centro de Instrucción Comercial.

   No disfrutó demasiado tiempo del nuevo empleo. Apenas un año después ya era historia. Su muerte tenía lugar en el mes de julio de 1896 y a su viuda, doña Petra Acevedo, tan sólo le quedaban el recuerdo del genio y la pequeña pensión de viudedad que, como profesor de la Inclusa y el Hospicio, le destinó la Diputación madrileña. Sus hijos, Félix y Pilar, habían fallecido en edad infantil.

   Tras aquello, el recuerdo de su obra.

 

 

Tomás Gismera Velasco / Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 20 de enero de 2023

 

 

 

Pintores en Guadalajara (Más sobre el libro, pulsando aquí)

Pintores en Guadalajara, el libro, pulsando aquí

 

VELÁZQUEZ, FELIPE IV Y UN DEDO DE SANTA LIBRADA

 

 VELÁZQUEZ, FELIPE IV Y UN DEDO DE SANTA LIBRADA

Un recuerdo, del rey y del pintor, al paso por Guadalajara

 

   A estas alturas del tiempo nadie duda que don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez es uno de los pintores más prestigiosos que ha dado la tierra española. El rastro de sus pinceles se puede seguir a través de los museos de medio mundo y cualquiera de sus obras, desde las Meninas a los Borrachos, pasando por la fragua de Vulcano o el aguador de Sevilla son fácilmente identificables.

   En cambio, para quienes no estén algo más introducidos en la vida, y tal vez obra, del sevillano, es poco factible que conozcan que, a pesar de la genialidad de su pintura, fue quizá otro de sus empleos el que le permitió tener diario sustento y un sitio, al menos durante una parte de su vida, al lado del rey. También fue el que, sin duda, más trajines le dio, y el que, cuentan algunos de sus biógrafos, lo condujo al agotamiento vital. Diego de Velázquez fue, por algún tiempo, aposentador real. Dicho de otro modo, el encargado de ir por delante, cuando Su Majestad el Rey marchaba de un lugar a otro del reino, para prepararle el cuarto en el que dormir, o el mesón en el que almorzar.

 

Los caprichos de Felipe IV

   También fue, sin lugar a dudas, el rey don Felipe IV, uno de los más caprichosos que la corona española dio al mundo; uno de los más poderosos; de los que más títulos colgó de su memoria, y de los que llevaron más novelesca existencia. Claro está que cuarenta y cuatro años y ciento setenta días, los de su reinado, dan para mucho. Es considerado el tercer rey en años de reinado, tras de Felipe V y Alfonso XIII.


 

   La historia le puso algunos sobrenombres como “Felipe el Grande”, o “El Rey Planeta”; quizá sea el último el que más se ajusta a su persona, ya que fue no sólo rey de España y media Europa, sino que también llevó sobre su frente las coronas o títulos que lo hicieron representar tierras en cualquier parte del mundo. Fue el rey Sol español, y cuentan que su inteligencia no conocía límites.

   Igualmente fue padre de extensa prole. Con Isabel de Borbón, la hija del entonces rey de Francia, llegó a procrear nada menos que diez vástagos; cinco con la que sería su segunda esposa, su sobrina doña Mariana de Austria; y al menos treinta más con diferentes mujeres de la alta y baja burguesía de la época que le tocó vivir, y a la que la historia ha puesto un significativo nombre: El Siglo de Oro, que lo fue, sin duda.

  

Don Diego, aposentador

   Diego de Velázquez, tal cual ha pasado a la historia nuestro gran pintor, llegó a Madrid, y a la Corte real, en 1623, como tantos más, en busca de un futuro que la pintura le dio. Contaba, cuando aquello, con veintitrés años de edad. En aquel año, 6 de octubre, fue nombrado pintor real. Cargo de importancia, hoy suplido en el entorno real y político por la fotografía. Pocos políticos o altos cargos de renombre eluden acudir a cualquier lugar sin su fotógrafo de cabecera que, tras el acto, distribuya la imagen al mundo.

   La fama de las pinturas velazqueñas no tardó en traspasar las fronteras madrileñas. Retrató al rey a caballo, en traje de faena y de fiesta. Lo mismo hizo con las gentes de su entorno; y con los santos de sus devociones o las escenas de un tiempo en el que España, poco menos, que gobernó el mundo.

   Más, como más arriba señalábamos, no sólo de la pintura vivió el hombre. El rey don Felipe lo hizo destinatario de algunos honores, a más de nombrarlo pintor de cabecera. El rey le dio, al poco de su llegada a Madrid, “casa de aposento”; después “pensión eclesiástica”; más tarde lo nombró ujier de cámara; después fue ayuda de guardarropa: Y también fue veedor, contador y, por último, aposentador real, título y cargo que le llegarían en los primeros años de la década de 1650, cargo este último con buena retribución, y que permitió a nuestro pintor conocer una parte importante de las tierras de España, marchando por delante del rey cuando Su Majestad salía de palacio, preparándole, como decíamos, el cuarto.


 Pelegrina y el castillo de los obispos, el pueblo, el castillo y el entorno, que puede conocer pulsando aquí

   Uno de los viajes reales de los que más documentación tenemos, y que nos detalla el paso del pintor, por delante del rey, a través de una importante parte de la tierra de Guadalajara, fue el que don Felipe IV el Grande llevó a cabo en 1660 cuando acudió hasta las puertas de la frontera de Francia, donde entregó a su hija, doña María Teresa de Austria a los franceses, para que se convirtiese en la reina de aquel país, mujer del rey Sol francés, Luis XIV. El matrimonio servía, como tantos otros, para firmar una paz.

 

El paso por Guadalajara

   De dar cuenta de aquel paso a través de la hoy provincia, se encargaron tiempo después algunos de los cronistas de palacio, entre ellos don Pedro Fernández del Campo y don Leonardo del Castillo, que son los que nos cuentan la magnanimidad de la comitiva.

   Corrían los días de una bienhechora primavera, cuando salieron sus majestades de Madrid. En viaje que había de durar lo suyo, pues se fue entreteniendo con recepciones y espectáculos de todo tipo, incluso de toros.

   El jueves 15 de abril de 1660, a las doce de la mañana, tomaron el rey y la Infanta, con su acompañamiento, el coche principal y, tras el obligado paso por la Basílica de Atocha, salieron al camino de Aragón por la Puerta de Alcalá. Al anochecer llegaron a Alcalá de Henares donde, tras el obligado descanso, celebró la ciudad la visita real con una corrida de toros, en la mañana del 16, saliendo después de comer hacía Guadalajara, donde llegaron a las seis de la tarde, siendo recibidos por una enorme multitud a la entrada de la ciudad, y las fuerzas vivas de ella a las puertas de la que había de ser su residencia, el palacio ducal del Infantado, donde se aposentaron y en donde hubo aquella noche muchas luminarias en todas las calles, y ventanas, y delante de palacio una ingeniosa invención de fuego a que se dio lumbre luego que oscureció, y a otro día, que fue sábado 17 se pusieron en el camino de Yta, poco después de las doce.

 

El final del camino, y el obispo, y el dedo de Santa Librada

   Aquel día estaba previsto llegar a la última frontera de Castilla pues se entendía, a pesar de las discusiones, que en Jadraque concluía la de Castilla la Nueva, comenzando al otro lado de sus cerros la Castilla Vieja de la gran historia.

   Y hasta el último lugar de la entonces provincia de Guadalajara, dentro ya del obispado de Sigüenza, puesto que viajó la comitiva por una parte del de Toledo, al que algunas grandes poblaciones de la provincia pertenecían, salió a saludar al rey el obispo diocesano, don Antonio Sarmiento de Luna, quien ofrecería al rey una de aquellas grandes reliquias santas a las que tan aficionados fueron nuestros monarcas. La entrega había de hacerse en el lugar en el que Su Majestad rendiría jornada: Atienza.

   Antes de llegar a la inmortal villa, a su paso por Sopetrán, el rey entró en el monasterio y rezó ante la imagen milagrosa, llegando a Hita al anochecer, partiendo de allí el domingo 18 de abril a eso de las once de la mañana. A las seis de la tarde llegaron a Jadraque, durmiendo en las casas de don Juan de Licher, Caballero de Santiago.

   El lunes 19 volvieron al camino para llegar a Atienza primera villa de Castilla la Vieja por esta parte, a las seis y media de la tarde. Y en Atienza quiso don Diego de Velázquez que el recibimiento fuese grande, y así lo fue, haciendo el monarca su entrada a través de un arco triunfal coronado por un retrato del rey. A más de las gentes de la villa y entorno, un coro aclamada a don Felipe y a la futura reina de Francia, y ante el rey se postró el obispo, con todas las autoridades, y don Antonio de Luna besó las Reales manos cifrando la expresión de su afecto en el ofrecimiento de la reliquia estimable de un dedo de Santa Librada, metido en una caja de oro engastada de diamantes. Lo acontecido aquí es parte de otra gran historia, o memoria.

Historia de la Villa de Atienza.La historia definitiva. Pulsando aquí
 

   Allí, en Atienza, reposaron aquella noche, dejando la villa el martes día 20 para llegar, a eso de las seis de la tarde, a la hermosa y hermana villa de Berlanga de Duero.

   Fue aquel el último viaje de don Diego de Velázquez. El agotamiento terminó, y los caprichos del rey, cuentan que acabaron con él. El 6 de agosto de aquel año, a la vuelta a Madrid, rendido y enfermo, entregaba su alma y pasaba a la historia, dejándonos el recuerdo de su último paseo por una tierra que mereció, sin duda, figurar en alguno de sus lienzos.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 18 de febrero de 2022

EL VALLE DEL SALADO POR NAVIDAD

 

 EL VALLE DEL SALADO, POR NAVIDAD

Entre Atienza y Sigüenza, fue el paraje salinero de mayor industria provincial

 

   Convenientemente empingorotado sobre su cresta de rocas, que pudieran semejarse a cuchillas de defensa, se levantó altanero, hace más de mil años, el pequeño castillo de La Riba de Santiuste. Pequeño en extensión y grande en horizontes, puesto que se sitúa dominando uno de los valles más ricos de la provincia de Guadalajara, y hasta no hace demasiado tiempo desconocido también, después de que el producto que fue parte de su riqueza, la sal, dejase de ser apreciado en esta parte de la Península. El castillo de La Riba dominó esta visión del valle, aunque no fue el único de los que sirvieron de vigía. A no mucha distancia se encuentra el de Palazuelos, entre medias el de Iñesque; más allá el cidiano de Jadraque y, en medio de todos ellos, un sinfín de no menos altaneras torres que desde Membrillera a Santamera sirvieron para decir que esta tierra fue parte importante en el mundo de una industria hoy en el recuerdo.

 


 

   Eran aquellos, en los que el castillo de La Riba dominaba el entorno, con la custodia altanera de los de Atienza y Sigüenza, los tiempos en los que esta tierra se encontraba a medio camino entre la cristiandad y la morisca que se enriscó en Granada, como último recurso a la dominación árabe de la Península. El castillo de La Riba terminó, con el pasar de los siglos, como tantos más, derrotado por el tiempo. De la misma manera que el tiempo derrotó a la industria salinera. Después el mismo tiempo se encargó de coser a sus murallas, tanto como a las piedras que rodaron por entre aquellas cuchillas de su defensa, ciento y una leyenda. Las que dan pie a que la historia se sazone y atraiga la curiosidad de quien se introduce en ella.

 

El río, y el valle de la sal

   Es al final de la primavera cuando, con los primeros calores, comienzan a destacar las vetas de sal sobre la tierra roja de esta parte del rincón provincial en este bendito valle del Salado. Del río de la Sal. Un nombre que se pierde tras los confines de esta comarca. Pues es río de muchas derivaciones que abren surco más allá de Sigüenza. La denominación de Salado no se da únicamente al hilacho de aguas que serpentea abriendo la veta de tierra desde Valdelcubo hasta las proximidades de Baides, es nombre que se generaliza lejos de esta parte de la histórica Castilla en la que la sal fue abundosa, y lo continúa siendo aunque no sea de provecho.

   Uno de los mejores estudiosos provinciales en el ámbito de la geología y la geografía patrias, Carlos Castel, lo describió por los últimos años del siglo XIX, en la que quizá fue lo mejor de la sazón de su riqueza, como antes se hiciera para aquel Diccionario que Pascual Madoz puso en el orbe de la historia: Salado o Salinero: pequeño río que nace en la provincia de Guadalajara, partido judicial de Atienza, término jurisdiccional de Valdelcubo, desde donde marcha a bañar los de Sienes, Santamera, La Barbolla y Carabias; abandona luego el partido y penetra en el de Sigüenza por el término de Imón, en el que toma algunos derrames de las salinas que le dan nombre; continúa su curso por la jurisdicción de Olmeda, Atance, Huérmeces, Vianilla y Baides, y va a morir en el Henares, cerca de los molinos de Ancho, término jurisdiccional de Castejón.

Paredes de Sigüenza, cruce de caminos (Pulsando aqui)
 

   Carlos Castel nos añadió que el cauce es llano y su marcha tranquila, aunque se vuelve un tanto precipitoso al penetrar en el angosto callejón de Santamera. Un callejón que lleva nombres apropiados a sus alturas: La Bocana del Infierno, la de los Enamorados o la de la Mujer Muerta.

   Debió de ser don Tomás Camarillo quien mejor nos dio la razón de aquellas denominaciones, cuando nos contó la historia del tío Quico de Santamera, dando razón de la alta cortadura de La Mujer Muerta, mientras los carroñeros abantos sobrevolaban el entorno aquella mañana de la imprecisa Pascua de la Navidad.

   Junto a él, en el valle, y a través de alguno de los pueblos de su paso, se señalan las poblaciones de Alcolea de las Peñas, Cincovillas, Huérmeces del Cerro, La Olmeda de Jadraque, Paredes de Sigüenza, La Riba de Santiuste, La Barbolla, Sigüenza, Valdelcubo y Viana de Jadraque, que son las que más o menos se señalan; junto a ellas debían hacerse figurar las de Valdealmendras, Villacorza y, tal vez, una docena y media más. Poblaciones al día de hoy reducidas a la mínima expresión y que fueron, hasta los años finales de la década de 1960 famosas por sus salinas.


 Riba de Santiuste, en tierra de castillos (pulsando aquí)


   Todavía, en la presente actualidad de nuestros días, se puede seguir el rastro de los que fueron dichosos salinares de Paredes de Sigüenza, Rienda, Valdealmendras, Riba de Santiuste, Bujalcayado, El Atance, Carabias, Riosalido, Santamera, Tordelrábano o Valdelcubo y, por supuesto, de las grandes explotaciones de Cercadillo, La Olmeda o Imón.

 

Un valle universal

   Ha sido de un tiempo acá cuando el valle del Salado ha comenzado a tener protagonismo en los medios de comunicación; a raíz del sano intento de la declaración de Sigüenza y su entorno como Patrimonio de la Humanidad, incluyendo al valle dentro de esta denominación.

   Numerosos estudios, con anterioridad a esta pretensión, que quiera la dicha que alcance la meta deseada, lo llevaron al conocimiento y estudio en las universidades; dignos de mención son los grandes trabajos, entre otros muchos, de los sabios catedráticos Malpica Cuello y García-Contreras, y dignos, a juicio de quienes los han estudiado, son los trabajos que, en torno a las salinas provinciales ha firmado este humilde relator. Trabajos que sirven, y han servido, para ser parte de nuevas historias, desde las cátedras de estudios de geología de algunas universidades, a la Escuela Técnica de Arquitectura Superior madrileña que dedica desde hace algún tiempo un espacio al estudio de la Conservación y Restauración del Patrimonio Arquitectónico y lo hace ahora con este de las salinas. Un Patrimonio Arquitectónico, el del Valle del Salado, prácticamente perdido. Y eso que, en la mayoría de los casos, las grandes explotaciones salineras fueron declaradas en su día “Bien de Interés Cultural”.

   Claro está que, tantos son, los Bienes de Interés Cultural con los que cuenta nuestra tierra, que no tenemos ojos suficientes para mirarlos; ni manos para sostener los muros que se derrumban.

   Es, por demás, una tierra, la del Valle, prácticamente despoblada. Hasta no hace demasiados años, estos pueblos crecían al color blanco de la sal, ante todo desde que en 1870 se decretó el desestanco y las industrias se expandieron más allá de los dictámenes de la Real Hacienda.

   La sal, que tantas arcas engrandeció y tantos patrimonios engordó, dio trabajo a las gentes de estas tierras, que tuvieron que emigrar cuando las salinas dejaron de ser productivas, o simplemente se comenzaron a abandonar, allá por la mitad del siglo pasado. Hasta entonces, hasta el desestanco de la sal de 1870, las grandes explotaciones de La Olmeda e Imón, fueron capaces por sí solas de mantener no solo a aquellas dos poblaciones, sino a algunas más del entorno, llegando sus habitantes a preferir, a pesar de la dureza del oficio, el trabajo de salinero por unos meses, al de agricultor por todo un año.

   Era Santamera por entonces, cuando Tomás Camarillo tomó el relato de la leyenda de la Mujer Muerta de boca del tío Quico, un pueblo encantador de vegetación exuberante y vida pobre. Sobre los riscos, lo que antaño llamaron el castillo de La Motilla, de cuyas piedras no queda rastro; subido a lomos de los cortados que semejan, en este tiempo, las faldas musgosas de un gigantesco belén.

   Don Julián Gil Montero retrató literariamente a las pastoras que oteaban desde las alturas de los cortados, de vestidos chillones y churriguerescos, sentadas en lugares inaccesibles, afectan esas posturas de estabilidad inverosímil de las figuritas de nacimiento, que escribió.

   Y el tío Quico, contando la desventura de aquella noche de la Nochebuena de Santamera: La Pascua de la Natividad del Señor, hacía sonar los rabeles y panderos con himnos y cánticos de villancicos apropiados a la fiesta del día. Recogidos en los hogares se hallaban las gentes. Al exterior la nieve adornaba las calles del pueblo…

 

Santamera, entre el cielo y la tierra (pulsando aquí)

 

   Bueno, la leyenda que sigue no tiene feliz final; en cambio sí que es hermoso el paisaje, que semeja la estampa de un gigantesco belén, con su río, sus riscos, su castillo, y la superior belleza de un valle que resurge, y al que siempre es conveniente regresar. Descubrir sus castillos, sus paisajes…, y, sin duda, el final de las leyendas que lo acompañan. En ningún lugar mejor para hacerlo, que en el que tuvieron su nacimiento.

   Merece la pena recorrer el valle de extremo a extremo, y concluir el viaje al calor y verdor de los riscos de Santamera.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 23 de diciembre de 2021

 

 EL VALLE DE LA SAL.
La novela


   A pocas leguas de la ciudad de los obispos, en la que se levanta la catedral, se encuentra el Valle de la Sal, en el que, gracias a las fuerzas de la naturaleza, la sal, tan necesaria al hombre para la vida, afloró a la tierra.




   La ciudad de los obispos, al igual que la catedral, se levantó con el producto de alguno de los muchos salinares del valle al que, para guardarlo, se dotó de castillos desde los que defenderlo. También surgieron en el valle otras villas que con sus castillos, iglesias y conventos contribuyeron a engrandecer la tierra del rey. Villas que, al igual que la ciudad de los obispos, creció gracias al  beneficio de la sal; hasta que los reyes de Castilla se dieron cuenta de que la sal la puso Dios en la tierra para beneficio de los reyes y emperadores; para que con su producto hiciesen la guerra, ensanchasen sus reinos y pudieran tener de qué vivir.







   Es parte del argumento de una magnífica novela en la que su autor nos introduce en el mundo de los salinares de interior, concretamente de la provincia de Guadalajara y sus antiguas salinas de Bonilla, situadas entre las actuales de Imón y de La Olmeda, en el conocido “Valle del Río Salado”, entre las importantes poblaciones de Atienza y Sigüenza.

   Un hecho aparentemente insignificante para aquellos tiempos, un caso de corrupción en la administración de la Real Hacienda, cuando el siglo XVI comenzaba a dar sus últimos pasos, nos sirve para introducirnos en un mundo hasta ahora desconocido, el del trabajo en las salinas de interior desde los tiempos de la Reconquista hasta el siglo XVII; tema que el autor ha estudiado concienzudamente hasta ser uno de los mayores conocedores del mundo de la sal; habiendo dado a la imprenta numerosos trabajos en torno a ello, que han pasado a engrosar la bibliografía de importantes universidades de dentro y fuera de España.

   Con maestría narrativa, el autor nos introduce en ese mundo, el de la sal; en el de las catedrales medievales, como la de Sigüenza (Guadalajara), ante la llegada de un nuevo obispo; en el de los conventos franciscanos, desde los que salen los frailes que han de predicar la humildad, y que serán perseguidos de alguna manera por los clérigos, cuya vida tiene poco de humildad y mucho de arrogancia.

   La obra original: “El Guardián del Salar”, fue unánimemente elogiada como referente histórico de un mundo hasta ahora escasamente estudiado, obteniendo el premio de Narrativa Histórica “Álvaro de Luna”.

   Sin duda, “El Valle de la Sal” culmina aquella obra anterior, al tiempo que servirá de eje para obras futuras sobre un mundo, el de la sal, que tanta historia dejó en tierras de Castilla.



El libro: 
Tapa blanda : 400 páginas 
ISBN-13 : 979-8679801325 
Dimensiones del producto : 13.97 x 2.54 x 21.59 cm 
Editorial : Independently published 
ASIN : B08GVGCTJX 
Idioma: : Español

Versión Kindle 
Longitud de impresión : 291 páginas 
Word Wise : No activado 
Tamaño del archivo : 1796 KB 
Texto a voz : No activado 
Uso simultáneo de dispositivos : Sin límite 
Lector de pantalla : Compatibles 
Tipografía mejorada : Activado 
Idioma: : Español 
ASIN : B08GS6Y4NR





 

 
AQUÍ PUEDES LEER EL COMIENZO...



PRIMERO
28 de enero de 1611
Nona

    El frío es, quizá, la extraña soga que traba nuestro espíritu. El látigo que nos azota. El telón que nos cierra el horizonte. La voz que nos lleva al recuerdo.
    Por ello, al sentirlo y advertir que me encogía sobre el escritorio, el padre Guardián, en contra de su costumbre, alzó la voz al pasar por delante y ver la extraña figura que me hacía componer:
   -Abrigaos, os va a dar un pasmo.
   Fue como un espíritu deslizándose por el corredor. Tratando de hacer el menor ruido, como el soplo de aire que penetra por la ventana y por ella se vuelve al lugar que lo trajo.
   Lo vi perderse arrebujado en su capa, como una sombra que se desvanece en medio de las tinieblas en busca de la portería. Después se escuchó la campana de la puerta al abrirse  y el profundo eco de la madera al cerrarse.
   El mejor abrigo contra el frío está en la calidez de la lumbre. Y en el oscilar de la llama bailoteando en medio de las tinieblas, que también me lleva a ello, al recuerdo. A los días agrios en los que la hoguera se encendió para librar del mal al entorno, a juicio de los hombres, y dejar en mi conciencia el pesar que desde entonces me encoge y será la losa que me ha de perseguir hasta la muerte.
   Un viento helado penetra en el cuarto encogiendo los ánimos al tiempo que arranca a las aberturas del ábside de la iglesia un sonido que parece quejido de difunto subiendo de la cripta en busca de la libertad que le ofrecen las ranuras que lo sacan al mundo, zarandeando con su invisible mano las vidrieras, que con el zarandeo amenazan con venir abajo y caer sobre nosotros en el momento en que, Dios no lo permita, nos encontremos celebrando los oficios. Es ahora cuando me pregunto dónde están las famosas riquezas de la iglesia, la pródiga mano divina que todo lo enmienda o la caridad del mundo, que no ponen remedio a nuestros males.
   Las miro ahora y me viene el mal presentimiento pues frente a mí las tengo, queriendo imaginar lo que fueron cuando los vidrieros las terminaron de componer dando al interior del templo un juego de luces que a nuestros pasados debió de parecerles creado por los mismísimos ángeles, y un sentimiento de dolor me invade ante el temor de que puedan perderse, que como digo lo harán si nadie lo remedia. Como la iglesia misma. Como el conjunto entero de este santo lugar, otrora casa de reyes y hoy ruina de los desapegados tiempos que nos persiguen.
   Las paredes desnudas del cuarto sobre las que el reflejo de la lumbre no hace sino arrancar sombras que parecen danzar en un baile infinito que más parece burla de demonio, no hacen sino lanzar más frío dentro. Como que todo el del entorno se nos mete en la casa y no hay puertas ni murallas, por espesas que sean, capaz de contenerlo.
   Se echan a faltar aquellos tapices que en el castillo del obispo, la casa del Corregidor o las capillas de la catedral tratan de dar calidez a las estancias, sin conseguirlo en ocasiones, al tiempo que visten la desnudez de la piedra.
  -¿Cómo se os ocurre imaginar –me lanzó fray Andrés Torija al escuchar mis pensamientos- que podrían estar cubiertas nuestras paredes de lienzos?
  -¿Por qué no? –Respondí preguntando nuevamente cuando aquello surgió-. Tapices historiados que cuenten la de nuestra casa como aquellos cuentan la historia de las batallas de los obispos, las guerras de los reyes o las conquistas de los papas. ¿Por qué los nuestros no podían contar los milagros del Patriarca, la vida de nuestros santos o las obras de quienes nos precedieron en esta tierra?
   Sin duda los contarán en otras casas, regiones o países, que no en la nuestra. Tierra pobre y a la que su pobreza no permite esos excesos. La vida y obras del Patriarca se trazan en las vidrieras y sus colores, junto a sus hermosas proezas, las llenan de vida.
   Fray Andrés, tan loco en otras ocasiones; cuerdo al presente, sonrió como lo hacen los chiquillos a la mirada del dulce.
   -¿Y quién los pagaría?
   Esa era la pregunta que más dolor podía causar. ¿Quién pagaría las telas ricas, los tapices, las obras del claustro o la sopa que terminará llenando las escudillas cuando se nos llame al refectorio, en tiempos en los que ni para llenar las escudillas tengamos?
   -Día llegará en el que…








   Y su dicho quedaba suspendido como el vuelo del azor en el aire a la espera de caer sobre la presa, cuando la presa mostrase su descuido.
   Nuestra señora doña Teresa Bravo, de tan grata memoria, legó algunos tapices de los suyos, tejidos en hilos de oro y plata, a la casa. Los que, sin duda, caldeaban sus cuartos cuando el fuego siempre acariciador del hogar la gratificaba con lisonja. Los de la torre de los Bravo, que se enseñorea sobre la muralla como si quiera hacer burla a las del castillo mirándolo, que también parece que las piedras cuando quieren miran, de abajo a arriba. Haciendo equilibrio en el mismo ángulo de la muralla en la que, bajo ella, se abren las puertas principales. Cómo para dar cuenta de que hubo un tiempo en el que los Bravo fueron amos y señores de esta tierra. De la villa, sus hombres, mujeres y bestias. El castillo, del Rey; la villa, de los Bravo, que bravos se hicieron en la conquista de esta tierra. Y sobre sus puertas, para saber quién entra y sale de ella, alzaron sus torres.
   Los tapices de doña Teresa apenas cubren un lienzo del muro de la capilla en la que mandó situarlos, frente al lugar en el que reposan a la eternidad sus restos; sin que se note calentura alguna en la iglesia. Tan fría como cualquier otra de nuestras estancias. Desangeladas como el aula en la que, en los buenos tiempos, se dieron las lecciones de gramática que tanto se echan a faltar en nuestros días. Sin más ornato en las paredes desnudas que un humilde crucifijo sin crucificado que nos recuerda que más que nosotros padeció nuestro Señor por la cristiandad entera.
   Llevaba razón fray Andrés Torija al discutir que nuestras paredes se cubriesen de lienzos; de poco nos hubiesen servido los tapices a la hora de templar los cuartos o enlucir las piedras. De estar las paredes de nuestra casa cubiertas de lienzos, pobres o ricos, los hubiésemos tenido que vender al mejor postor para tener de qué comer. Pues no siempre hubo con qué llenar los platillos. Y de caldear los cuartos en tiempo de hielo, de no tener buena leña con la que alimentar la lumbre poco han de hacer las telas por finas que sean, pues para que den calor hay que calentar las paredes antes.
   -Pero no me negará vuestra paternidad… -Ingenuo de mí, que imaginé lo contrario.
   -La vida es sacrificio. Y sin sacrificio nada hay que tenga valor –observó el dichoso fray Andrés frunciendo el ceño y entornando los ojos, hecho sin duda a la dureza del clima de la villa, tantos años como llevaba poniendo los pies sobre esta tierra que ni en los días de mayor calentura arranca el sudor de la frente.
   Para fray Andrés a todo en la vida se llega a través del sacrificio. Sin admitir la verdadera realidad.
   -Que siempre los sacrificados son los mismos –murmuré, imaginando ingenuamente que por la dureza de su oído no me escucharía.
   A pesar de no escucharme, el muy astuto leyó en mis labios; como que quienes pierden un sentido desarrollan otros que lo suplen. Por lo que no faltó su reprimenda antes de dejarme concluir el pensamiento.
   -Sacrificio, y penitencia –insistió-, en la vida toda ha de ser sacrificio y penitencia; a través de ello alcanzaremos la gloria.
   Pude replicarle, continuando el murmullo, para que lo escuchase a viva voz que los sacrificados, como digo, éramos siempre los mismos, los pobres, los necesitados o los haraposos en quienes se ceba de continuo la desgracia; que ya pudiera hacerlo alguna vez en los poderosos, de los que huye como del agua el gato, pero me hubiese respondido que el sacrificio lo habíamos buscado nosotros en la pobreza y, como en parte era cierto, no continué con una cuestión que a nada conducía, salvo a una de esas discusiones que al final nada aclaran y todo lo terminan enturbiando.
   Todavía cuando marchaba se volvió desde la senda de la huerta:
   -Recordad, sacrificio y penitencia engrandecen al hombre y lo acercan a la salvación.
   Y dicho ello sus pasos se fundieron con la alargada y fina sombra de los chopos, empezando a desnudarse al frío del invierno.

*****
    La nieve cubre todo lo que la mirada alcanza, y suerte fue que el lagrimeo de los cielos se inició llegados ya a la vista de la villa, de la contra y visto cómo nos amaneció el día nos hubiera dejado en el camino contraídos a cualquier refugio y ateridos de frío; o mejor, hechos masa de hielo a semejanza del paisaje y fundidos en él. Que no sería la vez primera en la que alguno de los nuestros creyendo buscar la salvación al abrigo de una covacha halló en ella la muerte dulce de quien se duerme al  frío para despertar al calor del paraíso.
   -La muerte  más dulce. Pues quien helado muere lo hace soñando en el amor celestial, en el calor divino...
   Fray Salvador, tan metódico en sus actos como en sus observaciones médicas, siempre defiende que la muerte por congelación es tan dulce, o más, que el santo martirio que llevó a los primeros cristianos a nuestro diario santoral. De ahí que quienes, entregados a padecer por los demás, en lugar del hielo buscasen el fuego. Pues en el fuego, que todo lo purifica y es muerte menos dulcificada, está también el martirio.
   Fray Salvador, como si de un físico que en todo busca remedio o de un cirujano que extirpa el mal se tratase, continuó su razonamiento en torno a la muerte por el frío.
   -Se duermen los pies primeramente y el cosquilleo del sueño va subiendo a través del resto del cuerpo hasta que, sin darnos cuenta, cerramos los ojos y…
   -No se vuelven a  abrir –repliqué, sin aguardar el final de su charla.
   Su mirada lo pudo decir todo sin decir nada. Ni le gustó la interrupción ni fue de su agrado lo que salió de mis labios.
   -Sí, sí que se abren, en el Paraíso –sentenció, sin prestar atención, en apariencia, a la impertinencia de mi interrupción.
   Alma de santo y palabras de maestro las suyas. Incomprensibles en tantas ocasiones para quienes no conciben la santidad en las pequeñas cosas.

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   De la lumbre brinca la llama jugando a estirarse y encoger conforme la corriente de los corredores marca el baile. La corriente entra y sale, libre como el ave, a través de las arcadas del claustro, adormece el interior y da la vuelta, por si se dejó algo en el camino.
   El pocillo de la tinta, más espesa que de costumbre, amenazaba con cuajar al frío. He tenido la necesidad de aliviarlo, ya que de no haberlo puesto por cima y a la linde del brasero hubiese terminado siendo cuajaron de hielo. Y aun así, con brasero y lumbre, ni se templa el cuarto ni se calientan los huesos ni corre la tinta con la alegría que debiera. Las manos se entumecen y los dedos parecen sarmiento desnudo en los últimos días del otoño, cuando a la parra se le secó la sustancia.
   Un par de veces, por lo cercano con la portería, ha entrado a lo caliente fray Gonzalo, que está al tanto de la puerta, sin saber muy bien el porqué de continuar a su pie y pendiente en todo momento de ella como si fuesen días de primavera en los que no faltan manos para coger la caridad del pan que ante ellas se ofrece; sin duda ha de ser cosa de la costumbre, pues no está la tarde para echarse al camino, y menos para llamar en puerta extraña por muchas que sean la necesidad o el hambre.
   Desde que lo hicieron portero, tomando la conciencia del oficio a él se tiene entregado noche y día. De la portería sólo falta cuando los rezos se lo piden, o cuando las necesidades del cuerpo se lo demandan. Terminadas las preces y aliviadas las necesidades torna a lo suyo como si no hubiese cosa mejor a la que atender. Que tantas hay como días tiene el año; horas el día y minutos cada hora. Y si alguien necesita de nuestra presencia, para llamarnos tiene la campana.
   -En estas andanzas es cuando más se necesitan la mano y el abrigo y ambas han de tenderse lo más presto, que el auxilio sino se provee en su momento, de nada sirve.
  Lo ha respondido cuando le doy a conocer el pensamiento de que no ha de ser mucha la necesidad de estar pendiente de la llegada de extraños en días como estos en los que ni  los pájaros parecen atreverse a volar, pues ateridos de frío y encogidos se arriman al abrigo de los aleros.
   -En estas andanzas, fray Gonzalo, no hay alma viva que se ponga en camino –le he replicado-, de hacerlo no hay quien llegue vivo a su destino, a menos…
   -¿A menos que nuestro Señor lo acompañe? –Ha interrumpido mi razón-. Bien sabes hermano que quien a Él se encomienda además de encontrar el camino más recto, nuestro Señor lo guía y protege ante el peligro haciéndolo llegar a lugar seguro. Y aquí estamos nosotros para tenderle la mano, darle consuelo y poner en las suyas un jarro con vino caliente y un cantero de pan que le alegren el estómago y aviven los huesos.
   Ni que decir tiene que quienes encontraron la muerte al abrigo de las covachas, perdidos en la nieve que al llegar la primavera los descubre, fue porque no se encomendaron al Señor de las alturas. Al decir de fray Gonzalo. Ni tuvieron quien les ofreciese el cantero de pan ni el vino caliente endulzado en miel que tanto y bien alivia el mal del frío.
   Lo único que en estos días se guarda en la bodega, y conserva la despensa al decir del cocinero, no es otra cosa que telarañas en torno a las tinajas, y algo de vino de la última cosecha empezando a picarse. Las despensas almacenan el pan de la última hornada y algunas berzas de la huerta, que nunca faltan. Los tocinos ya se hicieron aire y se pierde en la memoria el último día que catamos la carne.
   Las veces que fray Gonzalo ha encaminado sus pasos hasta la lumbre lo ha hecho tiritón, entrando en el cuarto soplándose las manos. Como que el hielo se mete hasta los tuétanos por mucho que se busca lo caliente. Mucho más en un lugar en donde el gobierno es de los hielos.
   -Qué ganará nuestro Señor mandando el hielo a la tierra…
   -Si Él lo creo, sus razones tendría para hacerlo –le vuelvo a replicar.
   En una de ellas le he ofrecido llevarse el brasero.
   -Quite, quite, vuestra paternidad. Llevarlo al portal y complacerse en él sería demasiada vanidad cuando tantos hermanos hay que en tardes semejantes ni capa que los abrigue han de tener. Y más parece que teméis vos al frío a lo que se ve…
   No se podía negar, pues a más del brasero que me calentaba los pies y la lumbre que bailoteaba al frente, tenía echado el capote, que lo hacía a las costillas, y todavía a los huesos no les llegaba la caricia de la calentura.
   -Tanta humildad no tiene que ser buena a los ojos de Dios –le recrimino.
   Las leyes, de Dios y de los hombres, dictaron algunas normas en contra del exceso en ciertos sacrificios, este del frío es uno de ellos; y no pasan tantos años desde que el Santo Tribunal incoase proceso al obispo de Burgos por no detener penitencias con riesgo de la vida. Aunque no sirva de mucho, pues las penitencias con riesgo de la vida continúan siendo el guiso de cada olla y el pan de cada día. Imaginando, incautos algunos de quienes lo piensan, que a nuestro Señor le agrada que a diario se ponga en riesgo la vida de sus siervos.
   -Nuestro Señor no pretende que quienes le servimos nos convirtamos en mártires –le recuerdo.
   Fray Gonzalo cambia entonces de asunto. Como que cuando no nos gusta escuchar lo que nos dicen tomamos otro camino.
   -¿Y vuestra paternidad, qué se trae entre manos?
   No me agrada que lo hagan. Que metan la cabeza por cima del hombro por ver lo que me tramo cuando de trazar letras sobre el folio se trata. Fray Gonzalo lo acostumbra a hacer a la menor ocasión.
   -Recuerdos –respondo.
   -Recuerdos –repite como quien, de pronto, descubre que no todo es el hoy; que tuvimos un ayer y tendremos, Dios lo quiera, un mañana.
   Con el gesto codicioso del avaro que recuenta sus monedas, se acercó a mirar el papel sobre el que la tinta comenzaba a rasgar estas memorias y ha quedado absorto en el dibujo de las letras.
   -Tuvo que ser un gran maestro quien inventó todos los signos.
   A mi silencio, pues a sus palabras ha seguido, me ha aclarado
   -A las letras, hermano, me quería referir. Al maestro que inventó las letras –sobraba la razón, puesto que lo tenía advertido.
   Para añadir:
   -Tiene que ser un gran deleite descubrir su significado, conocer las vidas de los padres de la iglesia, leer las de los santos, saber…
   Intuyo que le hubiera agradado aprender a leer y escribir. En alguna ocasión me brindé a darle lecciones, respondiendo con las mismas expresiones siempre.
   -¡Quita, quita! Para leer y escribir están los sabios, los maestros y los doctos como vuestra paternidad. Unos nacieron para leer y escribir y otros nacimos para escuchar y servir. A todos nos puso el Señor al cargo de un oficio. Y el mío ya lo conocéis.
   -Estar pendiente de la puerta… -atajé.
   Fue un desliz. Como que en ocasiones la lengua nos desbarata el  pensamiento y se echa a caminar sin reparar en el peligro que le acecha.
   -Uno de ellos, bien sabéis…







   Los otros, en este tiempo, están de sobra. Pues en estos días no hay labor en la huerta. En la primavera apenas amanece y dichos los primeros rezos ya se le ve en el hortal, mandando el agua a la tierra y a las gallinas el grano.
   En esta ocasión, como si le hubiese escocido el disparate, sin aguardar a más se ha dado la vuelta para tornar al frío del portal antes de que le pudiera preguntar por la salida del padre Guardián, que seguro que lo vio salir y supo donde fue en tarde tan destemplada. Se ha girado desde la puerta con un gesto que pareció ensayado, para dedicarme una sonrisa silenciosa, como suele.
   -Recordar es humano –ha dicho al instante-, es volver al pasado y alegrarse de las cosas buenas que vivimos, aunque no todas lo sean, claro que si así lo fuere…
   No ha concluido la frase, perdiéndose en la oscura boca del corredor, dejando atrás la sombra que se ha ido alargando conforme él se comenzaba a alejar.
   Tal es el hielo que rodea la casa que únicamente en la cocina, al abrigo de la lumbre y el olor de los caldos encuentra el cuerpo algo de gusto. Olor del caldo a cuenta de las hierbas que el fray cocinero se afana en echar al caldero, luego de recoger en su tiempo las matas del orégano, el tomillo, el eneldo, hinojo, laurel o hierbabuena que al lado de las cebollas y los ajos den algo más de sabor a las berzas, que como digo es de lo poco que nos queda en la despensa. Los huesos de los perniles, de tanto hervir y tan mondos como quedaron navegan a sus anchas por el estanque del caldero como bajel desarbolado al que ningún corsario abordará.
   -Comida de pobres –suele decir cuando, en contadas ocasiones cierto es, alguno de los hermanos hace mención a lo menguado de las escudillas o lo poco de variado que contienen en su lecho.
   Las últimas noches las escudillas tenían en su interior un caldo verdoso, insípido y sin olor pero caliente.
   Malos tiempos para meterse a fraile en un convento como el nuestro, en donde nada hace pensar que una vez, no ha demasiado tiempo, fue rico, aunque nunca nadase en la abundancia. Pero tuvo suficiente para mantener a los de dentro y dar a los de fuera algo más que las sobras. Que nunca  las hubo, y menos en días como estos; pues siempre hay quien a las sobras se llama y de ellas se sustenta.
   -Nada hay mejor que un caldo caliente para que el cuerpo temple –suele decir fray Saturio dando a su entonación un cierto toque que disfraza la tristeza en alegría cuando alguno de los novicios pregunta, inocente en ello, qué será lo que encontremos al entrar al refectorio.
   Caldo caliente y vino templado, algo que todo cuerpo agradece. Y en el silencio, escuchando al hermano lector quien desde el púlpito nos habla de las penurias que los nuestros pasaron antes de que cualquiera de nosotros fuésemos parte de este mundo, es más grato y de mayor sustancia el alimento.
   -Mirar atrás siempre conviene –repite una y otra vez, cuando algo le incomoda. Como si haciéndolo quisiera descargarse de unas culpas que no son suyas.
   Que en todo momento hubo quien vivió mayores penurias que las que vivimos al presente. Pues el tiempo todo lo alivia. Incluso las miserias.
   Aguardaba a que fray Gonzalo me hiciese esa pregunta que cualquier otro hermano hubiese hecho en su lugar, picado por la curiosidad, que es virtud que no escapa a ningún hombre, sabio o necio. El porqué de pasar los recuerdos de lo vivido al folio; o la duda de si, en escribirlos, no estuviera cometiendo delito en contra de la regla. Que no lo es, de no haber ofensa a la religión en la escritura cuando no se plasman en ella pensamientos que atenten a la doctrina.
   Escribir los recuerdos es algo que todo hombre, a cuyo cargo estuvieron otros, debiera de hacer al  menos una vez en la vida. Una única vez, pues la segunda sería corregir lo ya escrito y adornarlo con sucesos que nunca acontecieron para hacer creer que la vida fue más venturosa y arriesgada y en ella se encontró, en la aventura y en el riesgo, la gloria; que es el mal, el del adorno y la ponderación, en el que caen quienes retratan sus andanzas queriéndolas engalanar con lo que siempre soñaron y nunca vivieron.
   Estas son memorias que trazan los recuerdos, la historia de nuestras vidas, para enseñar a quienes mañana vengan lo que fue nuestro ayer y es nuestro hoy. Pues del ayer y el hoy será el devenir del mañana.
   El padre Guardián, fray Gabriel a ojos de quienes lo obedecemos, me pidió poner en claro las páginas del libro del convento. Porque antes no hubo quien lo hiciera y si lo hizo quedó sin completar la historia porque ni tiempo ni necesidad de hacerlo hubo, y las páginas de su historia están tan revueltas que, de no ordenarlas, al caer los muros se perderá con ellos.
   Quizá ahora, al hacer el encargo, lo haga presintiendo que a la casa le resta poca vida. Los recuerdos se llevan al folio cuando se presiente la muerte, a modo de póstuma voluntad. Cuando poco o nada se espera del mañana.
   De hilvanar lo uno, el ayer del convento, surgió lo otro, el ayer de la vida del escribano y el suceso que siempre se ocultó. Suele suceder que al tratar de desenredar la madeja se nos enredan entre los dedos los hilos que la componen.
   Cuando me hizo el encargo de escribir, me pidió que contase la verdad. La verdad, en ocasiones tan difícil de contar. Como que los hombres, sean de la condición que fueren, no están hechos a vivirla. A escucharla o sentirla. La verdad, que tanto peligro tiene.
    La prudencia, que otros llamarían cobardía, obliga al silencio. A asentir sin replicar ante quien más alto cacarea alzado en gallo que trata de dominar con su vozarrón el gallinero.









 

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