EL VALLE DEL
SALADO, POR NAVIDAD
Entre Atienza
y Sigüenza, fue el paraje salinero de mayor industria provincial
Convenientemente empingorotado sobre su
cresta de rocas, que pudieran semejarse a cuchillas de defensa, se levantó altanero,
hace más de mil años, el pequeño castillo de La Riba de Santiuste. Pequeño en
extensión y grande en horizontes, puesto que se sitúa dominando uno de los
valles más ricos de la provincia de Guadalajara, y hasta no hace demasiado
tiempo desconocido también, después de que el producto que fue parte de su
riqueza, la sal, dejase de ser apreciado en esta parte de la Península. El
castillo de La Riba dominó esta visión del valle, aunque no fue el único de los
que sirvieron de vigía. A no mucha distancia se encuentra el de Palazuelos,
entre medias el de Iñesque; más allá el cidiano de Jadraque y, en medio de
todos ellos, un sinfín de no menos altaneras torres que desde Membrillera a
Santamera sirvieron para decir que esta tierra fue parte importante en el mundo
de una industria hoy en el recuerdo.
Eran aquellos, en los que el castillo de La
Riba dominaba el entorno, con la custodia altanera de los de Atienza y
Sigüenza, los tiempos en los que esta tierra se encontraba a medio camino entre
la cristiandad y la morisca que se enriscó en Granada, como último recurso a la
dominación árabe de la Península. El castillo de La Riba terminó, con el pasar
de los siglos, como tantos más, derrotado por el tiempo. De la misma manera que
el tiempo derrotó a la industria salinera. Después el mismo tiempo se encargó
de coser a sus murallas, tanto como a las piedras que rodaron por entre
aquellas cuchillas de su defensa, ciento y una leyenda. Las que dan pie a que
la historia se sazone y atraiga la curiosidad de quien se introduce en ella.
El río, y el valle de la sal
Es al final de la primavera cuando, con los
primeros calores, comienzan a destacar las vetas de sal sobre la tierra roja de
esta parte del rincón provincial en este bendito valle del Salado. Del río de
la Sal. Un nombre que se pierde tras los confines de esta comarca. Pues es río
de muchas derivaciones que abren surco más allá de Sigüenza. La denominación de
Salado no se da únicamente al hilacho de aguas que serpentea abriendo la veta
de tierra desde Valdelcubo hasta las proximidades de Baides, es nombre que se
generaliza lejos de esta parte de la histórica Castilla en la que la sal fue
abundosa, y lo continúa siendo aunque no sea de provecho.
Uno
de los mejores estudiosos provinciales en el ámbito de la geología y la
geografía patrias, Carlos Castel, lo describió por los últimos años del siglo
XIX, en la que quizá fue lo mejor de la sazón de su riqueza, como antes se
hiciera para aquel Diccionario que Pascual Madoz puso en el orbe de la
historia: Salado o Salinero: pequeño río
que nace en la provincia de Guadalajara, partido judicial de Atienza, término
jurisdiccional de Valdelcubo, desde donde marcha a bañar los de Sienes,
Santamera, La Barbolla y Carabias; abandona luego el partido y penetra en el de
Sigüenza por el término de Imón, en el que toma algunos derrames de las salinas
que le dan nombre; continúa su curso por la jurisdicción de Olmeda, Atance,
Huérmeces, Vianilla y Baides, y va a morir en el Henares, cerca de los molinos
de Ancho, término jurisdiccional de Castejón.
Paredes de Sigüenza, cruce de caminos (Pulsando aqui)
Carlos Castel nos añadió que el cauce es
llano y su marcha tranquila, aunque se vuelve un tanto precipitoso al penetrar
en el angosto callejón de Santamera. Un callejón que lleva nombres apropiados a
sus alturas: La Bocana del Infierno, la de los Enamorados o la de la Mujer
Muerta.
Debió de ser don Tomás Camarillo quien mejor
nos dio la razón de aquellas denominaciones, cuando nos contó la historia del
tío Quico de Santamera, dando razón de la alta cortadura de La Mujer Muerta,
mientras los carroñeros abantos sobrevolaban el entorno aquella mañana de la
imprecisa Pascua de la Navidad.
Junto a él, en el valle, y a través de
alguno de los pueblos de su paso, se señalan las poblaciones de Alcolea de las
Peñas, Cincovillas, Huérmeces del Cerro, La Olmeda de Jadraque, Paredes de
Sigüenza, La Riba de Santiuste, La Barbolla, Sigüenza, Valdelcubo y Viana de
Jadraque, que son las que más o menos se señalan; junto a ellas debían hacerse
figurar las de Valdealmendras, Villacorza y, tal vez, una docena y media más.
Poblaciones al día de hoy reducidas a la mínima expresión y que fueron, hasta
los años finales de la década de 1960 famosas por sus salinas.
Riba de Santiuste, en tierra de castillos (pulsando aquí)
Todavía, en la presente actualidad de
nuestros días, se puede seguir el rastro de los que fueron dichosos salinares
de Paredes de Sigüenza, Rienda, Valdealmendras, Riba de Santiuste, Bujalcayado,
El Atance, Carabias, Riosalido, Santamera, Tordelrábano o Valdelcubo y, por
supuesto, de las grandes explotaciones de Cercadillo, La Olmeda o Imón.
Un valle universal
Ha sido de un tiempo acá cuando el valle del
Salado ha comenzado a tener protagonismo en los medios de comunicación; a raíz
del sano intento de la declaración de Sigüenza y su entorno como Patrimonio de
la Humanidad, incluyendo al valle dentro de esta denominación.
Numerosos estudios, con anterioridad a esta
pretensión, que quiera la dicha que alcance la meta deseada, lo llevaron al
conocimiento y estudio en las universidades; dignos de mención son los grandes
trabajos, entre otros muchos, de los sabios catedráticos Malpica Cuello y
García-Contreras, y dignos, a juicio de quienes los han estudiado, son los
trabajos que, en torno a las salinas provinciales ha firmado este humilde
relator. Trabajos que sirven, y han servido, para ser parte de nuevas
historias, desde las cátedras de estudios de geología de algunas universidades,
a la Escuela Técnica de Arquitectura Superior madrileña que dedica desde hace
algún tiempo un espacio al estudio de la Conservación y Restauración del Patrimonio
Arquitectónico y lo hace ahora con este de las salinas. Un Patrimonio
Arquitectónico, el del Valle del Salado, prácticamente perdido. Y eso que, en
la mayoría de los casos, las grandes explotaciones salineras fueron declaradas
en su día “Bien de Interés Cultural”.
Claro está que, tantos son, los Bienes de
Interés Cultural con los que cuenta nuestra tierra, que no tenemos ojos
suficientes para mirarlos; ni manos para sostener los muros que se derrumban.
Es, por demás, una tierra, la del Valle,
prácticamente despoblada. Hasta no hace demasiados años, estos pueblos crecían
al color blanco de la sal, ante todo desde que en 1870 se decretó el desestanco
y las industrias se expandieron más allá de los dictámenes de la Real Hacienda.
La sal, que tantas arcas engrandeció y
tantos patrimonios engordó, dio trabajo a las gentes de estas tierras, que
tuvieron que emigrar cuando las salinas dejaron de ser productivas, o
simplemente se comenzaron a abandonar, allá por la mitad del siglo pasado.
Hasta entonces, hasta el desestanco de la sal de 1870, las grandes
explotaciones de La Olmeda e Imón, fueron capaces por sí solas de mantener no
solo a aquellas dos poblaciones, sino a algunas más del entorno, llegando sus
habitantes a preferir, a pesar de la dureza del oficio, el trabajo de salinero
por unos meses, al de agricultor por todo un año.
Era Santamera por entonces, cuando Tomás
Camarillo tomó el relato de la leyenda de la Mujer Muerta de boca del tío
Quico, un pueblo encantador de vegetación exuberante y vida pobre. Sobre los
riscos, lo que antaño llamaron el castillo de La Motilla, de cuyas piedras no
queda rastro; subido a lomos de los cortados que semejan, en este tiempo, las
faldas musgosas de un gigantesco belén.
Don Julián Gil Montero retrató literariamente
a las pastoras que oteaban desde las alturas de los cortados, de vestidos chillones y churriguerescos,
sentadas en lugares inaccesibles, afectan esas posturas de estabilidad
inverosímil de las figuritas de nacimiento, que escribió.
Y el tío Quico, contando la desventura de
aquella noche de la Nochebuena de Santamera: La Pascua de la Natividad del Señor, hacía sonar los rabeles y
panderos con himnos y cánticos de villancicos apropiados a la fiesta del día.
Recogidos en los hogares se hallaban las gentes. Al exterior la nieve adornaba
las calles del pueblo…
Santamera, entre el cielo y la tierra (pulsando aquí)
Bueno, la leyenda que sigue no tiene feliz
final; en cambio sí que es hermoso el paisaje, que semeja la estampa de un
gigantesco belén, con su río, sus riscos, su castillo, y la superior belleza de
un valle que resurge, y al que siempre es conveniente regresar. Descubrir sus
castillos, sus paisajes…, y, sin duda, el final de las leyendas que lo
acompañan. En ningún lugar mejor para hacerlo, que en el que tuvieron su
nacimiento.
Merece la pena recorrer el valle de extremo
a extremo, y concluir el viaje al calor y verdor de los riscos de Santamera.
Tomás
Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/
Guadalajara, 23 de diciembre de 2021
EL VALLE DE LA SAL.
La novela
A pocas leguas de la ciudad de los obispos,
en la que se levanta la catedral, se encuentra el Valle de la Sal, en el que,
gracias a las fuerzas de la naturaleza, la sal, tan necesaria al hombre para la
vida, afloró a la tierra.
La ciudad de los obispos, al igual que la
catedral, se levantó con el producto de alguno de los muchos salinares del
valle al que, para guardarlo, se dotó de castillos desde los que defenderlo.
También surgieron en el valle otras villas que con sus castillos, iglesias y
conventos contribuyeron a engrandecer la tierra del rey. Villas que, al igual
que la ciudad de los obispos, creció gracias al
beneficio de la sal; hasta que los reyes de Castilla se dieron cuenta de
que la sal la puso Dios en la tierra para beneficio de los reyes y emperadores;
para que con su producto hiciesen la guerra, ensanchasen sus reinos y pudieran
tener de qué vivir.
Es parte del argumento de una magnífica
novela en la que su autor nos introduce en el mundo de los salinares de
interior, concretamente de la provincia de Guadalajara y sus antiguas salinas
de Bonilla, situadas entre las actuales de Imón y de La Olmeda, en el conocido
“Valle del Río Salado”, entre las importantes poblaciones de Atienza y
Sigüenza.
Un hecho aparentemente insignificante para
aquellos tiempos, un caso de corrupción en la administración de la Real
Hacienda, cuando el siglo XVI comenzaba a dar sus últimos pasos, nos sirve para
introducirnos en un mundo hasta ahora desconocido, el del trabajo en las
salinas de interior desde los tiempos de la Reconquista hasta el siglo XVII;
tema que el autor ha estudiado concienzudamente hasta ser uno de los mayores
conocedores del mundo de la sal; habiendo dado a la imprenta numerosos trabajos
en torno a ello, que han pasado a engrosar la bibliografía de importantes
universidades de dentro y fuera de España.
Con maestría narrativa, el autor nos
introduce en ese mundo, el de la sal; en el de las catedrales medievales, como
la de Sigüenza (Guadalajara), ante la llegada de un nuevo obispo; en el de los
conventos franciscanos, desde los que salen los frailes que han de predicar la
humildad, y que serán perseguidos de alguna manera por los clérigos, cuya vida
tiene poco de humildad y mucho de arrogancia.
La obra original: “El Guardián del Salar”,
fue unánimemente elogiada como referente histórico de un mundo hasta ahora
escasamente estudiado, obteniendo el premio de Narrativa Histórica “Álvaro de
Luna”.
Sin duda, “El Valle de la Sal” culmina
aquella obra anterior, al tiempo que servirá de eje para obras futuras sobre un
mundo, el de la sal, que tanta historia dejó en tierras de Castilla.
El libro:
Tapa blanda
:
400 páginas
ISBN-13
:
979-8679801325
Dimensiones del producto
:
13.97 x 2.54 x 21.59 cm
Editorial
:
Independently published
ASIN
:
B08GVGCTJX
Idioma:
:
Español
Versión Kindle
Longitud de impresión
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291 páginas
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Texto a voz
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No activado
Uso simultáneo de dispositivos
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Lector de pantalla
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Compatibles
Tipografía mejorada
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Activado
Idioma:
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Español
ASIN
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AQUÍ PUEDES LEER EL COMIENZO...
PRIMERO
28 de enero de 1611
Nona
El frío es, quizá, la extraña soga que
traba nuestro espíritu. El látigo que nos azota. El telón que nos cierra el
horizonte. La voz que nos lleva al recuerdo.
Por
ello, al sentirlo y advertir que me encogía sobre el escritorio, el padre
Guardián, en contra de su costumbre, alzó la voz al pasar por delante y ver la
extraña figura que me hacía componer:
-Abrigaos, os va a dar un pasmo.
Fue como un espíritu deslizándose por el
corredor. Tratando de hacer el menor ruido, como el soplo de aire que penetra
por la ventana y por ella se vuelve al lugar que lo trajo.
Lo vi perderse arrebujado en su capa, como
una sombra que se desvanece en medio de las tinieblas en busca de la portería.
Después se escuchó la campana de la puerta al abrirse y el profundo eco de la madera al cerrarse.
El mejor abrigo contra el frío está en la
calidez de la lumbre. Y en el oscilar de la llama bailoteando en medio de las
tinieblas, que también me lleva a ello, al recuerdo. A los días agrios en los
que la hoguera se encendió para librar del mal al entorno, a juicio de los
hombres, y dejar en mi conciencia el pesar que desde entonces me encoge y será
la losa que me ha de perseguir hasta la muerte.
Un viento helado penetra en el cuarto
encogiendo los ánimos al tiempo que arranca a las aberturas del ábside de la
iglesia un sonido que parece quejido de difunto subiendo de la cripta en busca
de la libertad que le ofrecen las ranuras que lo sacan al mundo, zarandeando
con su invisible mano las vidrieras, que con el zarandeo amenazan con venir
abajo y caer sobre nosotros en el momento en que, Dios no lo permita, nos
encontremos celebrando los oficios. Es ahora cuando me pregunto dónde están las
famosas riquezas de la iglesia, la pródiga mano divina que todo lo enmienda o
la caridad del mundo, que no ponen remedio a nuestros males.
Las miro ahora y me viene el mal
presentimiento pues frente a mí las tengo, queriendo imaginar lo que fueron
cuando los vidrieros las terminaron de componer dando al interior del templo un
juego de luces que a nuestros pasados debió de parecerles creado por los
mismísimos ángeles, y un sentimiento de dolor me invade ante el temor de que
puedan perderse, que como digo lo harán si nadie lo remedia. Como la iglesia
misma. Como el conjunto entero de este santo lugar, otrora casa de reyes y hoy
ruina de los desapegados tiempos que nos persiguen.
Las paredes desnudas del cuarto sobre las
que el reflejo de la lumbre no hace sino arrancar sombras que parecen danzar en
un baile infinito que más parece burla de demonio, no hacen sino lanzar más
frío dentro. Como que todo el del entorno se nos mete en la casa y no hay
puertas ni murallas, por espesas que sean, capaz de contenerlo.
Se echan a faltar aquellos tapices que en el
castillo del obispo, la casa del Corregidor o las capillas de la catedral
tratan de dar calidez a las estancias, sin conseguirlo en ocasiones, al tiempo
que visten la desnudez de la piedra.
-¿Cómo se os ocurre imaginar –me lanzó fray
Andrés Torija al escuchar mis pensamientos- que podrían estar cubiertas
nuestras paredes de lienzos?
-¿Por qué no? –Respondí preguntando
nuevamente cuando aquello surgió-. Tapices historiados que cuenten la de nuestra
casa como aquellos cuentan la historia de las batallas de los obispos, las
guerras de los reyes o las conquistas de los papas. ¿Por qué los nuestros no
podían contar los milagros del Patriarca, la vida de nuestros santos o las
obras de quienes nos precedieron en esta tierra?
Sin duda los contarán en otras casas,
regiones o países, que no en la nuestra. Tierra pobre y a la que su pobreza no
permite esos excesos. La vida y obras del Patriarca se trazan en las vidrieras
y sus colores, junto a sus hermosas proezas, las llenan de vida.
Fray Andrés, tan loco en otras ocasiones;
cuerdo al presente, sonrió como lo hacen los chiquillos a la mirada del dulce.
-¿Y quién los pagaría?
Esa era la pregunta que más dolor podía
causar. ¿Quién pagaría las telas ricas, los tapices, las obras del claustro o
la sopa que terminará llenando las escudillas cuando se nos llame al
refectorio, en tiempos en los que ni para llenar las escudillas tengamos?
-Día llegará en el que…
Y su dicho quedaba suspendido como el vuelo
del azor en el aire a la espera de caer sobre la presa, cuando la presa
mostrase su descuido.
Nuestra señora doña Teresa Bravo, de tan
grata memoria, legó algunos tapices de los suyos, tejidos en hilos de oro y
plata, a la casa. Los que, sin duda, caldeaban sus cuartos cuando el fuego
siempre acariciador del hogar la gratificaba con lisonja. Los de la torre de
los Bravo, que se enseñorea sobre la muralla como si quiera hacer burla a las
del castillo mirándolo, que también parece que las piedras cuando quieren
miran, de abajo a arriba. Haciendo equilibrio en el mismo ángulo de la muralla
en la que, bajo ella, se abren las puertas principales. Cómo para dar cuenta de
que hubo un tiempo en el que los Bravo fueron amos y señores de esta tierra. De
la villa, sus hombres, mujeres y bestias. El castillo, del Rey; la villa, de
los Bravo, que bravos se hicieron en la conquista de esta tierra. Y sobre sus
puertas, para saber quién entra y sale de ella, alzaron sus torres.
Los tapices de doña Teresa apenas cubren un
lienzo del muro de la capilla en la que mandó situarlos, frente al lugar en el
que reposan a la eternidad sus restos; sin que se note calentura alguna en la
iglesia. Tan fría como cualquier otra de nuestras estancias. Desangeladas como
el aula en la que, en los buenos tiempos, se dieron las lecciones de gramática
que tanto se echan a faltar en nuestros días. Sin más ornato en las paredes
desnudas que un humilde crucifijo sin crucificado que nos recuerda que más que
nosotros padeció nuestro Señor por la cristiandad entera.
Llevaba razón fray Andrés Torija al discutir
que nuestras paredes se cubriesen de lienzos; de poco nos hubiesen servido los
tapices a la hora de templar los cuartos o enlucir las piedras. De estar las
paredes de nuestra casa cubiertas de lienzos, pobres o ricos, los hubiésemos
tenido que vender al mejor postor para tener de qué comer. Pues no siempre hubo
con qué llenar los platillos. Y de caldear los cuartos en tiempo de hielo, de
no tener buena leña con la que alimentar la lumbre poco han de hacer las telas
por finas que sean, pues para que den calor hay que calentar las paredes antes.
-Pero no me negará vuestra paternidad…
-Ingenuo de mí, que imaginé lo contrario.
-La vida es sacrificio. Y sin sacrificio
nada hay que tenga valor –observó el dichoso fray Andrés frunciendo el ceño y
entornando los ojos, hecho sin duda a la dureza del clima de la villa, tantos
años como llevaba poniendo los pies sobre esta tierra que ni en los días de
mayor calentura arranca el sudor de la frente.
Para fray Andrés a todo en la vida se llega
a través del sacrificio. Sin admitir la verdadera realidad.
-Que siempre los sacrificados son los mismos
–murmuré, imaginando ingenuamente que por la dureza de su oído no me
escucharía.
A pesar de no escucharme, el muy astuto leyó
en mis labios; como que quienes pierden un sentido desarrollan otros que lo
suplen. Por lo que no faltó su reprimenda antes de dejarme concluir el
pensamiento.
-Sacrificio, y penitencia –insistió-, en la
vida toda ha de ser sacrificio y penitencia; a través de ello alcanzaremos la
gloria.
Pude replicarle, continuando el murmullo,
para que lo escuchase a viva voz que los sacrificados, como digo, éramos
siempre los mismos, los pobres, los necesitados o los haraposos en quienes se
ceba de continuo la desgracia; que ya pudiera hacerlo alguna vez en los
poderosos, de los que huye como del agua el gato, pero me hubiese respondido
que el sacrificio lo habíamos buscado nosotros en la pobreza y, como en parte
era cierto, no continué con una cuestión que a nada conducía, salvo a una de
esas discusiones que al final nada aclaran y todo lo terminan enturbiando.
Todavía cuando marchaba se volvió desde la
senda de la huerta:
-Recordad, sacrificio y penitencia
engrandecen al hombre y lo acercan a la salvación.
Y dicho ello sus pasos se fundieron con la
alargada y fina sombra de los chopos, empezando a desnudarse al frío del
invierno.
*****
La nieve cubre todo lo que la mirada
alcanza, y suerte fue que el lagrimeo de los cielos se inició llegados ya a la
vista de la villa, de la contra y visto cómo nos amaneció el día nos hubiera
dejado en el camino contraídos a cualquier refugio y ateridos de frío; o mejor,
hechos masa de hielo a semejanza del paisaje y fundidos en él. Que no sería la
vez primera en la que alguno de los nuestros creyendo buscar la salvación al
abrigo de una covacha halló en ella la muerte dulce de quien se duerme al frío para despertar al calor del paraíso.
-La muerte
más dulce. Pues quien helado muere lo hace soñando en el amor celestial,
en el calor divino...
Fray Salvador, tan metódico en sus actos
como en sus observaciones médicas, siempre defiende que la muerte por
congelación es tan dulce, o más, que el santo martirio que llevó a los primeros
cristianos a nuestro diario santoral. De ahí que quienes, entregados a padecer
por los demás, en lugar del hielo buscasen el fuego. Pues en el fuego, que todo
lo purifica y es muerte menos dulcificada, está también el martirio.
Fray Salvador, como si de un físico que en
todo busca remedio o de un cirujano que extirpa el mal se tratase, continuó su
razonamiento en torno a la muerte por el frío.
-Se duermen los pies primeramente y el
cosquilleo del sueño va subiendo a través del resto del cuerpo hasta que, sin
darnos cuenta, cerramos los ojos y…
-No se vuelven a abrir –repliqué, sin aguardar el final de su
charla.
Su mirada lo pudo decir todo sin decir nada.
Ni le gustó la interrupción ni fue de su agrado lo que salió de mis labios.
-Sí, sí que se abren, en el Paraíso
–sentenció, sin prestar atención, en apariencia, a la impertinencia de mi
interrupción.
Alma de santo y palabras de maestro las
suyas. Incomprensibles en tantas ocasiones para quienes no conciben la santidad
en las pequeñas cosas.
*****
De la lumbre brinca la llama jugando a
estirarse y encoger conforme la corriente de los corredores marca el baile. La
corriente entra y sale, libre como el ave, a través de las arcadas del
claustro, adormece el interior y da la vuelta, por si se dejó algo en el
camino.
El pocillo de la tinta, más espesa que de
costumbre, amenazaba con cuajar al frío. He tenido la necesidad de aliviarlo,
ya que de no haberlo puesto por cima y a la linde del brasero hubiese terminado
siendo cuajaron de hielo. Y aun así, con brasero y lumbre, ni se templa el
cuarto ni se calientan los huesos ni corre la tinta con la alegría que debiera.
Las manos se entumecen y los dedos parecen sarmiento desnudo en los últimos
días del otoño, cuando a la parra se le secó la sustancia.
Un par de veces, por lo cercano con la
portería, ha entrado a lo caliente fray Gonzalo, que está al tanto de la
puerta, sin saber muy bien el porqué de continuar a su pie y pendiente en todo
momento de ella como si fuesen días de primavera en los que no faltan manos
para coger la caridad del pan que ante ellas se ofrece; sin duda ha de ser cosa
de la costumbre, pues no está la tarde para echarse al camino, y menos para
llamar en puerta extraña por muchas que sean la necesidad o el hambre.
Desde
que lo hicieron portero, tomando la conciencia del oficio a él se tiene
entregado noche y día. De la portería sólo falta cuando los rezos se lo piden,
o cuando las necesidades del cuerpo se lo demandan. Terminadas las preces y
aliviadas las necesidades torna a lo suyo como si no hubiese cosa mejor a la
que atender. Que tantas hay como días tiene el año; horas el día y minutos cada
hora. Y si alguien necesita de nuestra presencia, para llamarnos tiene la
campana.
-En estas andanzas es cuando más se
necesitan la mano y el abrigo y ambas han de tenderse lo más presto, que el
auxilio sino se provee en su momento, de nada sirve.
Lo ha respondido cuando le doy a conocer el
pensamiento de que no ha de ser mucha la necesidad de estar pendiente de la
llegada de extraños en días como estos en los que ni los pájaros parecen atreverse a volar, pues
ateridos de frío y encogidos se arriman al abrigo de los aleros.
-En estas andanzas, fray Gonzalo, no hay
alma viva que se ponga en camino –le he replicado-, de hacerlo no hay quien
llegue vivo a su destino, a menos…
-¿A menos que nuestro Señor lo acompañe? –Ha
interrumpido mi razón-. Bien sabes hermano que quien a Él se encomienda además
de encontrar el camino más recto, nuestro Señor lo guía y protege ante el
peligro haciéndolo llegar a lugar seguro. Y aquí estamos nosotros para tenderle
la mano, darle consuelo y poner en las suyas un jarro con vino caliente y un
cantero de pan que le alegren el estómago y aviven los huesos.
Ni que decir tiene que quienes encontraron
la muerte al abrigo de las covachas, perdidos en la nieve que al llegar la
primavera los descubre, fue porque no se encomendaron al Señor de las alturas.
Al decir de fray Gonzalo. Ni tuvieron quien les ofreciese el cantero de pan ni
el vino caliente endulzado en miel que tanto y bien alivia el mal del frío.
Lo único que en estos días se guarda en la
bodega, y conserva la despensa al decir del cocinero, no es otra cosa que
telarañas en torno a las tinajas, y algo de vino de la última cosecha empezando
a picarse. Las despensas almacenan el pan de la última hornada y algunas berzas
de la huerta, que nunca faltan. Los tocinos ya se hicieron aire y se pierde en
la memoria el último día que catamos la carne.
Las veces que fray Gonzalo ha encaminado sus
pasos hasta la lumbre lo ha hecho tiritón, entrando en el cuarto soplándose las
manos. Como que el hielo se mete hasta los tuétanos por mucho que se busca lo
caliente. Mucho más en un lugar en donde el gobierno es de los hielos.
-Qué ganará nuestro Señor mandando el hielo
a la tierra…
-Si Él lo creo, sus razones tendría para
hacerlo –le vuelvo a replicar.
En una de ellas le he ofrecido llevarse el
brasero.
-Quite, quite, vuestra paternidad. Llevarlo
al portal y complacerse en él sería demasiada vanidad cuando tantos hermanos
hay que en tardes semejantes ni capa que los abrigue han de tener. Y más parece
que teméis vos al frío a lo que se ve…
No se podía negar, pues a más del brasero
que me calentaba los pies y la lumbre que bailoteaba al frente, tenía echado el
capote, que lo hacía a las costillas, y todavía a los huesos no les llegaba la
caricia de la calentura.
-Tanta humildad no tiene que ser buena a los
ojos de Dios –le recrimino.
Las leyes, de Dios y de los hombres, dictaron
algunas normas en contra del exceso en ciertos sacrificios, este del frío es
uno de ellos; y no pasan tantos años desde que el Santo Tribunal incoase
proceso al obispo de Burgos por no detener penitencias con riesgo de la vida.
Aunque no sirva de mucho, pues las penitencias con riesgo de la vida continúan
siendo el guiso de cada olla y el pan de cada día. Imaginando, incautos algunos
de quienes lo piensan, que a nuestro Señor le agrada que a diario se ponga en
riesgo la vida de sus siervos.
-Nuestro Señor no pretende que quienes le
servimos nos convirtamos en mártires –le recuerdo.
Fray Gonzalo cambia entonces de asunto. Como
que cuando no nos gusta escuchar lo que nos dicen tomamos otro camino.
-¿Y vuestra paternidad, qué se trae entre
manos?
No me agrada que lo hagan. Que metan la
cabeza por cima del hombro por ver lo que me tramo cuando de trazar letras
sobre el folio se trata. Fray Gonzalo lo acostumbra a hacer a la menor ocasión.
-Recuerdos –respondo.
-Recuerdos –repite como quien, de pronto,
descubre que no todo es el hoy; que tuvimos un ayer y tendremos, Dios lo
quiera, un mañana.
Con el gesto codicioso del avaro que
recuenta sus monedas, se acercó a mirar el papel sobre el que la tinta
comenzaba a rasgar estas memorias y ha quedado absorto en el dibujo de las
letras.
-Tuvo que ser un gran maestro quien inventó
todos los signos.
A mi silencio, pues a sus palabras ha
seguido, me ha aclarado
-A las letras, hermano, me quería referir.
Al maestro que inventó las letras –sobraba la razón, puesto que lo tenía
advertido.
Para añadir:
-Tiene que ser un gran deleite descubrir su
significado, conocer las vidas de los padres de la iglesia, leer las de los
santos, saber…
Intuyo que le hubiera agradado aprender a
leer y escribir. En alguna ocasión me brindé a darle lecciones, respondiendo
con las mismas expresiones siempre.
-¡Quita, quita! Para leer y escribir están
los sabios, los maestros y los doctos como vuestra paternidad. Unos nacieron
para leer y escribir y otros nacimos para escuchar y servir. A todos nos puso
el Señor al cargo de un oficio. Y el mío ya lo conocéis.
-Estar pendiente de la puerta… -atajé.
Fue un desliz. Como que en ocasiones la
lengua nos desbarata el pensamiento y se
echa a caminar sin reparar en el peligro que le acecha.
-Uno de ellos, bien sabéis…
Los otros, en este tiempo, están de sobra.
Pues en estos días no hay labor en la huerta. En la primavera apenas amanece y
dichos los primeros rezos ya se le ve en el hortal, mandando el agua a la
tierra y a las gallinas el grano.
En esta ocasión, como si le hubiese escocido
el disparate, sin aguardar a más se ha dado la vuelta para tornar al frío del
portal antes de que le pudiera preguntar por la salida del padre Guardián, que
seguro que lo vio salir y supo donde fue en tarde tan destemplada. Se ha girado
desde la puerta con un gesto que pareció ensayado, para dedicarme una sonrisa
silenciosa, como suele.
-Recordar es humano –ha dicho al instante-,
es volver al pasado y alegrarse de las cosas buenas que vivimos, aunque no
todas lo sean, claro que si así lo fuere…
No ha concluido la frase, perdiéndose en la
oscura boca del corredor, dejando atrás la sombra que se ha ido alargando
conforme él se comenzaba a alejar.
Tal es el hielo que rodea la casa que únicamente en la cocina, al abrigo de
la lumbre y el olor de los caldos encuentra el cuerpo algo de gusto. Olor del
caldo a cuenta de las hierbas que el fray cocinero se afana en echar al
caldero, luego de recoger en su tiempo las matas del orégano, el tomillo, el
eneldo, hinojo, laurel o hierbabuena que al lado de las cebollas y los ajos den
algo más de sabor a las berzas, que como digo es de lo poco que nos queda en la
despensa. Los huesos de los perniles, de tanto hervir y tan mondos como
quedaron navegan a sus anchas por el estanque del caldero como bajel
desarbolado al que ningún corsario abordará.
-Comida de pobres –suele decir cuando, en contadas ocasiones cierto es,
alguno de los hermanos hace mención a lo menguado de las escudillas o lo poco
de variado que contienen en su lecho.
Las
últimas noches las escudillas tenían en su interior un caldo verdoso, insípido
y sin olor pero caliente.
Malos
tiempos para meterse a fraile en un convento como el nuestro, en donde nada
hace pensar que una vez, no ha demasiado tiempo, fue rico, aunque nunca nadase
en la abundancia. Pero tuvo suficiente para mantener a los de dentro y dar a
los de fuera algo más que las sobras. Que nunca
las hubo, y menos en días como estos; pues siempre hay quien a las
sobras se llama y de ellas se sustenta.
-Nada
hay mejor que un caldo caliente para que el cuerpo temple –suele decir fray
Saturio dando a su entonación un cierto toque que disfraza la tristeza en
alegría cuando alguno de los novicios pregunta, inocente en ello, qué será lo
que encontremos al entrar al refectorio.
Caldo
caliente y vino templado, algo que todo cuerpo agradece. Y en el silencio,
escuchando al hermano lector quien desde el púlpito nos habla de las penurias
que los nuestros pasaron antes de que cualquiera de nosotros fuésemos parte de
este mundo, es más grato y de mayor sustancia el alimento.
-Mirar atrás siempre conviene
–repite una y otra vez, cuando algo le incomoda. Como si haciéndolo quisiera
descargarse de unas culpas que no son suyas.
Que en todo momento hubo quien
vivió mayores penurias que las que vivimos al presente. Pues el tiempo todo lo
alivia. Incluso las miserias.
Aguardaba a que fray Gonzalo me hiciese esa
pregunta que cualquier otro hermano hubiese hecho en su lugar, picado por la
curiosidad, que es virtud que no escapa a ningún hombre, sabio o necio. El
porqué de pasar los recuerdos de lo vivido al folio; o la duda de si, en
escribirlos, no estuviera cometiendo delito en contra de la regla. Que no lo
es, de no haber ofensa a la religión en la escritura cuando no se plasman en
ella pensamientos que atenten a la doctrina.
Escribir los recuerdos es algo que todo
hombre, a cuyo cargo estuvieron otros, debiera de hacer al menos una vez en la vida. Una única vez, pues
la segunda sería corregir lo ya escrito y adornarlo con sucesos que nunca
acontecieron para hacer creer que la vida fue más venturosa y arriesgada y en
ella se encontró, en la aventura y en el riesgo, la gloria; que es el mal, el
del adorno y la ponderación, en el que caen quienes retratan sus andanzas
queriéndolas engalanar con lo que siempre soñaron y nunca vivieron.
Estas son memorias que trazan los recuerdos,
la historia de nuestras vidas, para enseñar a quienes mañana vengan lo que fue
nuestro ayer y es nuestro hoy. Pues del ayer y el hoy será el devenir del
mañana.
El padre Guardián, fray Gabriel a ojos de
quienes lo obedecemos, me pidió poner en claro las páginas del libro del
convento. Porque antes no hubo quien lo hiciera y si lo hizo quedó sin
completar la historia porque ni tiempo ni necesidad de hacerlo hubo, y las
páginas de su historia están tan revueltas que, de no ordenarlas, al caer los
muros se perderá con ellos.
Quizá ahora, al hacer el encargo, lo haga
presintiendo que a la casa le resta poca vida. Los recuerdos se llevan al folio
cuando se presiente la muerte, a modo de póstuma voluntad. Cuando poco o nada
se espera del mañana.
De hilvanar lo uno, el ayer del convento,
surgió lo otro, el ayer de la vida del escribano y el suceso que siempre se
ocultó. Suele suceder que al tratar de desenredar la madeja se nos enredan
entre los dedos los hilos que la componen.
Cuando me hizo el encargo de escribir, me
pidió que contase la verdad. La verdad, en ocasiones tan difícil de contar.
Como que los hombres, sean de la condición que fueren, no están hechos a
vivirla. A escucharla o sentirla. La verdad, que tanto peligro tiene.
La prudencia, que otros llamarían cobardía,
obliga al silencio. A asentir sin replicar ante quien más alto cacarea alzado
en gallo que trata de dominar con su vozarrón el gallinero.